El baño de agosto no tiene prestigio alguno, a diferencia del de septiembre, aureolado por la fe en sus bienes para la salud. Del de octubre ya no suele ni hablarse, pero es muy educativo. La mar se siente más locuaz, liberada de las balizas de la playa, una intromisión urbanística en su dominio. Aunque a veces parece muy pacífica, con la piel lisa, su interior ha vuelto al trabajo, y nos lo cuenta el ronquido con que desdobla las olas en la orilla, que tiene otra gravedad, y el latigazo más intenso y súbito. Nos cuenta también sus embates internos con la caligrafía de algas arrancadas del fondo que escribe por sus bordes. Luego, una vez dentro el cuerpo, la mar nos explica, alejando su temperatura de la nuestra, el despilfarro energético del modelo biológico de calor constante de ciertos animales, y lo perecedero de diseño tan absurdo. En quince minutos, como mucho, nos echa de clase.