Ayer volví a ver "55 días en Pekín" y me di cuenta de que cuando lo hice por vez primera eran tiempos de adolescencia allá por los 60, y entonces mi sentido del mal lo representaban aquellos bárbaros amarillos que luchaban contra unos europeos que habían tenido la generosidad cultural de colonizarles. Ayer, 30 años más tarde, los chinos me parecían luchadores por sus derechos y los otros unos ocupantes que querían imponer costumbres y extraer riquezas. ¡Ah, caudillo, qué hiciste con nuestras cabezas! Son muchas las cosas que han cambiado en nuestra conciencia, nuestro modo de percibir la realidad, en aquellos que fuimos de las últimas generaciones educadas por el franquismo. Es cierto que quienes nacimos en los 50 en clases medias urbanas escapamos por los pelos del hambre, vivimos la etapa del desarrollismo y no nos afectó aquel sistema de valores más que en años tempranos, hecho añicos después por el movimiento hippie y el amor libre con cuyos cantos entramos en la Universidad. Pero ¿cómo es posible que hayan evitado el psiquiátrico aquellos que vivieron todo el rigor de aquel régimen?

Acuérdense. Ya no es que no hubiera derecho de expresión o reunión sino que construyeron un mundo estrecho y bipolar en el que había buenos y malos, unos seres abominables llamados "rojos", unas mujeres escandalosas si iban al bar, fumaban, se atrevían a poner pantalones y ya no digo bikini, un sentido de pecado que impregnaba todo y que se alimentaba en campos de rehabilitación psicológica que más bien parecían de exterminio llamados ejercicios espirituales. ¿A cuántas mujeres y hombres les hicieron asociar placer y pecado para toda la vida? Me imagino a aquellos primeros turistas que nos visitaron trayendo a la España Una y Libre sus licenciosos comportamientos: nos debían de ver como tribus primitivas que mantenían extrañas costumbres antropológicas cuando nos sacaban fotografías en nuestras procesiones arrodillados ante el paso del Santísimo y casi hasta del mismo Franco cuando desfilaba bajo palio; dicho de modo más simple, nos verían como nosotros hoy a los extremistas musulmanes cuando doblan el espinazo gritando "Alá es misericordioso".

Pertenezco a una de esas últimas generaciones que ya no cantamos el Cara al sol pero fuimos de misa diaria y aprendimos de memoria Formación de Espíritu Nacional, que antes sobraba aunque ahora, piensa uno a veces, falta por todas partes. Nos salvamos por los pelos, porque con dos o tres años más hubiéramos sido ya impermeables a todas esas influencias "permisivas" que llegaban de un Occidente en cambio que predicaba entre otras cosas, a Dios gracias, la revolución sexual. Mi generación ya no paró de hacer el amor hasta hoy donde y cuando pudo, a veces sin saber con quién; pero nuestros hermanos mayores, ¡ay, nuestros hermanos mayores! Yo soy de los que opino que, igual que se reconocen víctimas de la guerra con derecho a ser indemnizadas, o se devuelven bienes incautados a los partidos o sindicatos, debieran indemnizar, ya que es imposible devolver la sexualidad, a todos estos españoles a los que convirtieron su vida sexual en un fraude, en un fiasco, en un pasadizo angosto, en una gran mentira que a lo más se podía paliar con el aburrimiento letal de la monogámica coyunda.

La única gracia que podemos intercambiarnos sin pagar por ella la condenaron a un mercantilismo carnal en lúgubres escenarios en los que los hombres desfogaban sus represiones domésticas; para ellas idearon distracciones inventando milagros y otras zarandajas con las que sublimaban su yo reprimido, su condena a un mismo pene de por vida, a un mismo señor que iba al fútbol los domingos. El turismo fue una bocanada de aire fresco en una cueva antes cerrada a cal y canto. Exportamos unos millones de pobres para llenar las fábricas de Europa y al tiempo importamos otros tantos de ricos que recorrían nuestro país en ropa interior ávidos de insolación, toros y paella pero que redujeron nuestra contaminación con el oxígeno de su moral "disoluta". Recordar aquellas hordas de jóvenes que se lanzaban al puerto vigués cuando llegaban barcos con inglesas es algo que hay que ver con una sonrisa pero era el termómetro de una gran sequía. Luego vino, más que un cambio, un movimiento pendular o montaña rusa.