Las autoridades suizas acaban de detener al cineasta Roman Polanski a instancias de una orden de busca y captura originada en los Estados Unidos, donde tiene pendiente desde 1977 un proceso judicial por la presunta violación de una niña de trece años. Mientras la opinión pública se limita a cotejar los antecedentes del caso antes de tomar postura, algunos intelectuales se han apresurado a pedir la "inmediata liberación" de Polanski, al mismo tiempo que el ministro francés de Asuntos Exteriores se daba prisa para exigir que sus derechos sean escrupulosamente respetados y expresa su deseo de que "este asunto encuentre rápidamente una salida favorable". Tres renombrados colegas del director de cine –Gavras, Taverniwer y Scola– encabezan la reacción corporativa de los intelectuales posicionados a favor de Polanski, como si en la violación de la que se le acusa en un tribunal de Los Angeles hubiese sido él la verdadera víctima. Por si esos avales no fuesen suficientes, en un arranque de pintoresquismo editorial el diario "Le Temps" advierte sin titubeos que la detención de Polanski compromete la buena imagen de Suiza. En otro foros europeos de la "inteligentsia" se aduce en descargo de la supuesta criminalidad de Polanski su vasta, compleja e incontestable obra creativa, lo que me lleva a suponer que en algunos ambientes se considera que el artista ha de responder de sus crímenes en las mismas instancias en las que responde de su obra, es decir, ante la crítica especializada, como si la violación de la niña Samantha Geimer no fuese otra cosa que una admirable ocurrencia intelectual. Por lo visto la Ley es en Los Angeles menos benevolente que la crítica cinematográfica e insiste en que Roman Polanski comparezca ante un jurado para responder de una acusación objetivamente más grave que el más severo de los varapalos que alguna vez le haya dado el crítico del "Los Angeles Times". Que los hechos hayan ocurrido hace más de treinta años no cambia las cosas más allá de que el transcurso del tiempo haya removido de su jurisdicción al juez que llevaba originalmente el caso. Tampoco le servirá de mucho a Polanski el perdón televisado de su víctima cumplidos los 45 años de edad, puesto que el suyo se considera un delito público cuya responsabilidad sólo se extinguirá cuando haya recaído sentencia. Mucho menos contará a su favor el respaldo de sus colegas europeos, entre otras razones, porque en Estados Unidos nadie entendería que la filmografía de un hombre pudiese constituir una atenuante de sus delitos. Una mala película podría suponerle a Polanski el descrédito profesional o la ruina económica, pero si huyó de los Estados Unidos en el 77 habrá sido porque le constaba sin ningún género de duda que levantarse de una condena judicial es allí bastante más difícil –y lleva más tiempo– que reponerse de una mala crítica en "Le Figaro". Instalado en Francia al amparo de un sorprendente relativismo penal, su impunidad de tantos años le ha servido a Polanski para obsequiarnos con unas cuantas obras maestras en las que constan sin duda los singulares rasgos creativos de un cineasta con intermitentes destellos de genialidad. En nombre de trabajos imperecederos como "La semilla del diablo", "Chinatown" o "El Pianista", no nos ha importado a sus admiradores encajar el golpe bajo de otras producciones menores, a veces, auténticos fiascos. Pero ahí acaba su impunidad y más allá de su obra tiene Polanski el deber moral de responder de sus errores biográficos y de sus bajezas morales. Cuando el artista baja el nivel de su trabajo y nos decepciona, podemos perdonarle su obra, pero si lo que baja es el listón de su consistencia social y transgrede la ley, sería de idiotas perdonarle también sus crímenes. Las amantes de Picasso confesaron siempre la devota admiración por lo que eran capaces de hacer con los pinceles las manos del artista, pero ni una sola de ellas le perdonó jamás la dolorosa frecuencia con la que en las mismas manos el talento era sustituido por la bofetada. Una cosa no obliga a la otra. Su narcótica soberbia hace que muchos artistas olviden sus responsabilidades comunes. La sociedad que los admira como genios perdona a menudo sus extravagancias y sus pequeñas faltas. Cuando el artista no es un genio, bastante tenemos con perdonarle sus obras.

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