Los menores protagonizaron la algarada de Pozuelo, y los analistas adolescentes complican la situación con una lluvia de descalificaciones sin precedentes. Según el dictamen de los expertos, se pagan las facturas de la permisividad absoluta, cuando nunca hubo un mayor control de la ciudadanía. En un recuento de opiniones, los protagonistas de los disturbios han sido etiquetados de despreciables, imbéciles o sinvergüenzas, sin el aliño de un matiz y proyectando esos insultos a todos sus coetáneos. A juicio de psicólogos y sociólogos, la violencia juvenil traduce un problema de fondo y requiere un castigo ejemplar. En cambio, la corrupción política refleja casos puntuales y recibe castigos muy mesurados, como demuestran las penas por malversación de caudales públicos. A diferencia de los jóvenes condenados verbalmente sin juicio, los políticos corruptos son presuntos, por mucha presunción o presuntuosidad que se requiera para sostener su inocencia.

Entre la violencia adolescente y el análisis adoleciente, el colectivo previo al voto se ha convertido en el desaguadero de los conflictos sociales. Hay aborto porque los adolescentes se descuidan, hay paro porque los adolescentes no estudian. Respecto a la apelación tópica a las deficiencias del sistema de enseñanza, habría que aclarar si la educación dispensada en la actualidad supera en deficiencias a la impartida a la generación de los políticos que aceptan trajes de tramas corruptas. Presuntamente corruptas, en cuanto que sus componentes disponen del aforamiento que otorga la mayoría de edad. La inquina contra la juventud –delatora de una envidia patológica– llega al extremo de que no se recrimina a Bibiana Aído su puño en alto atendiendo a su condición de ministra, sino porque es joven y no conoció los episodios reanimados en La Internacional.

La violencia de los niños ricos preocupa especialmente porque carece del asidero político de la kale borroka. Al desligarse de objetivos míticos, contribuye a desactivar el trasfondo religioso del terrorismo callejero vasco, que perdería el sustento ideológico para trasladarse a la borrosa insatisfacción existencial. La independencia de Euskadi sería un mero pretexto para un desahogo nihilista en un caldo de cultivo apropiado. El desnudamiento del sinsentido turbaría simultáneamente a los analistas adolecientes y al radicalismo abertzale. En Pozuelo no había sombra de idealismo, ni siquiera una orientación criminal predeterminada. La quema de coches policiales como actividad ociosa.

Huir de los insultos genéricos a la adolescencia no implica evitar una condena de lo ocurrido en Pozuelo. Es vergonzoso que los menores quemen objetos, fuera del estadio de fútbol donde los pirómanos adquieren el estatuto de especie protegida. Hay que tratar con dureza a los alborotadores del municipio madrileño, mientras los presidentes y dueños de clubes miman a los ultras de los equipos de Primera. Allí se demuestra de nuevo que España funciona como una teocracia balompédica. Todo dentro del balón, nada fuera de él. Si los incidentes se hubieran registrado en las gradas del templo deportivo, su amortiguamiento hubiera precedido a su apaciguamiento. El botellón intenta trasladar la cultura del radicalismo deportivo extramuros de los estadios. La permisividad con ese fenómeno es uno de los misterios insondables de la modernidad.

Los altercados de Pozuelo resaltan por contraste el milagro de la convivencia pacífica de millones de personas en las megalópolis contemporáneas. Como gustan de recordar los agoreros, la sociedad se encuentra a tres almuerzos del levantamiento urbano. Es decir, bastaría con interrumpir temporalmente el suministro de víveres o combustible para alcanzar la temperatura de ebullición. Los disturbios incipientes apuntan a que el desempleo no se disparará por encima del veinte por ciento sin que crujan el orden y la paz social, una hipótesis que Francia y Alemania barajan con porcentajes de paro a la mitad de los niveles españoles. Respecto a los protagonistas concretos de los altercados, quizás no haya motivos para una excesiva preocupación. No cabe descartar que la mayoría de esos jóvenes acaben reformados como ejecutivos financieros, o como políticos que no desdeñan los regalos de tramas corruptas. Desde esos cargos, también ellos maltratarán genéricamente a sus adolescentes, y olvidarán cuánto se parecen a las generaciones anteriores.