No contento con haber restaurado el viejo Reino de Galicia bajo la denominación de Reino de Don Manuel, el ahora senador Fraga quiere darle también su rúbrica a toda una ciudad. Aunque el asunto sea polémico o precisamente por eso, el ex monarca galaico pide que se bautice con el nombre de Manuel Fraga la Cidade da Cultura ideada e impulsada durante su reinado. La modestia no ha sido nunca uno de los vicios de Don Manuel, pero tal vez no le falte razón. Para bien o para mal, suya es la obra.

Casi tan desaforada como la personalidad de su urdidor, la mentada Cidade es todo un monumento a la desmesura desde cualquier perspectiva que se contemple. Ya sea el de su formidable coste cercano a los 500 millones de euros, ya el de su colosal tamaño, ya el de la genialidad de formas y técnicas arquitectónicas que le ha proporcionado su creador, Peter Eisenman. Un arquitecto con fama de extravagante pareja a la de Gaudí, autor de una fascinadora Sagrada Familia que, al igual que esta segunda catedral laica de Compostela, sigue todavía inacabada.

Objetan los críticos que un empeño tan faraónico como el de la Cidade da Cultura carece de sentido alguno, dada la escasez de recursos financieros que para su desventura aflige a Galicia. Razón no ha de faltarles, desde luego; pero tampoco el dinero lo es todo en según qué cuestiones.

En realidad, la descomunal obra del monte Gaiás no podría entenderse sin tener en cuenta el temperamento de su impulsor. Fraga es a fin de cuentas uno de los últimos referentes –si no el último- de toda una glaciación de políticos desmesurados que alumbró Europa tras la posguerra. Gentes como el británico Churchill, el alemán Adenauer o el francés De Gaulle que, a pesar de ciertas distancias acaso insalvables con Don Manuel, coinciden en su afición a las grandes y aparentemente utópicas empresas.

Escojamos, por meras razones de proximidad, el caso del general De Gaulle. Su huella fue lo bastante honda como para que todos los presidentes que le sucedieron en el cargo acabaran por hacer suya la política de "grandeur" (grandeza) fabricada por este moderno y mucho más espigado émulo de Napoleón. Socialistas o de derechas, todos los sucesores de De Gaulle fueron gaullistas. El conservador Pompidou edificó, por ejemplo, el carísimo Centro de Arte Contemporáneo que lleva su nombre; y también el socialista Mitterrand prestó el suyo a la gigantesca Biblioteca Nacional de Francia construida bajo su impulso.

Algo parecido ocurrió durante los últimos años en Galicia, donde la particular "grandeur" del fraguismo dejó también su impronta a la más modesta escala de un régimen autonómico. Fraguista fue, sin duda, la política del tándem de presidentes Touriño/Quintana que ejerció el bigobierno tras derrocar a Don Manuel en las urnas. Formalmente nacionalistas y de izquierdas, los nuevos gobernantes no dudaron sin embargo en mantener el guión de bailes, romerías, fundaciones, chiringuitos y viajes trasatlánticos en busca del voto que –según habían denunciado desde la oposición– caracterizó a la época de Fraga.

Visto lo anterior, nada parece más lógico que asumiesen entusiásticamente también la Cidade da Cultura que en su día habían escarnecido con el mote de "mausoleo" o Pirámide de Tutanfragón. Tanto, que la elevaron al más alto rango de "proyecto de Estado".

El tiempo, que a veces trae sorpresas de tamaño tan enorme como el de la torre Eiffel –repudiada en su día por los parisinos– dirá si Fraga y los fraguistas de izquierdas llevaban o no razón al edificar la colosal mole del Gaiás. Falta por saber cuál será su utilidad, desde luego; pero nadie parece preguntarse para qué sirven el Guggenheim de Bilbao, la Sagrada Familia o, ya puestos, la catedral de Compostela. Quizá por eso Don Manuel, que fue ministro de Turismo y Propaganda, reclame sin complejos el bautizo de la polémica Cidade con su nombre. Él sabrá por qué.