País oficialmente pobre pero a la vez lleno de gente rica en patrimonio, Galicia puede darse el lujo de mantener deshabitada una de cada tres viviendas, según acaba de descubrir -aunque ya se sabía- el último informe del Consello de Contas de este reino. Un dato del que fácilmente se deduce que una parte no desdeñable de la población dispone aquí de más de una y hasta de dos casas además de su residencia habitual: ya sea para especular con ellas, ya para disfrutar del fin de semana como los británicos en sus “cottage”.

Bien es cierto que muchas de esas viviendas vacías son en realidad pisos situados en áreas urbanas, circunstancia que las distinguiría de la típica estancia rural del Reino Unido. Pero todo tiene su explicación. La más obvia es que desde el año 2000 hasta el 2008 -fecha de derrumbe del imperio inmobiliario- se construyeron en Galicia nada menos que 320.000 nuevas residencias. Si se advierte que el censo del país creció en sólo 41.000 habitantes durante ese mismo período, no hay que echar demasiadas cuentas para deducir que la era dorada del ladrillo alumbró aquí ocho viviendas por cada nuevo habitante.

Algo más modesto en sus apreciaciones, el Consello de Contas estima que los constructores levantaron nueve viviendas por cada cuatro gallegos incorporados al padrón durante el período 2001-2005; pero lo que importa -números aparte- es la tendencia a construir más de lo que en apariencia se necesitaba. Y el lógico resultado es que a día de hoy existen más casas que gente para ocuparlas en este paradójico Reino de Breogán.

Son aproximadamente 250.000 los pisos vacíos y sin expectativa alguna de venta en Galicia, aunque los cálculos difieran en algunos miles arriba o abajo según la parte interesada que los haga. Nada de lo que asombrarse, naturalmente. Al igual que en el resto de la Península, la vivienda dejó de ser un bien de primera necesidad para convertirse en una inversión mucho más productiva que la de las acciones en Bolsa durante el reciente auge del juego del Monopoly a escala real. Firmemente convencidos de que ese negocio piramidal nunca dejaría de proporcionar réditos, los apostantes del casino inmobiliario jugaron durante años a una peculiar ruleta del hormigón capaz de ofrecerles premios de hasta el 100 ó el 200 por ciento de la suma invertida.

Previsiblemente, la avaricia de los jugadores acabó por hacer saltar la banca, cuyos daños deben pagar ahora con sus impuestos todos los contribuyentes: tanto los que apostaron y se lucraron del negocio como los que no. Emblema visible de la catástrofe, las últimas “promociones” que aún se erigían cuando explotó la burbuja inmobiliaria han quedado a medio hacer, poblando con su esqueleto de vigas y grúas inmóviles el horizonte de Galicia.

Todo esto parece situar al borde de la ruina a un país ya de por sí poco boyante que había cifrado su prosperidad en la construcción, descuidando -a diferencia de otras naciones- la actividad productiva fundada en la industria, la tecnología y el conocimiento. Como alguien dijo muy sensatamente, Galicia y España basaron durante los últimos años su economía en una ficción contable: la de vendernos unos a otros casas que los bancos financiaban alegremente sin importar gran cosa que las pudiéramos pagar o no.

Ahora que ese artificio quedó al descubierto, la resaca de la fiesta nos deja un cuarto de millón de viviendas ociosas en el caso de Galicia. Muchos de los que las adquirieron para especular se encuentran sin comprador, sin inquilino y acaso con deudas de esas que los bancos no perdonan. Pero tampoco hay que ponerse en lo peor. Vista la situación desde una perspectiva más risueña, este es un lugar en el que casi todos los vecinos tienen casa y algunos de ellos hasta dos, tres o diez. Aunque suene paradójico, somos un pobre país de propietarios.

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