En una reciente exposición en la sala Curzon del Soho londinense, la fotógrafa gallega Dolores Sánchez, afincada en esa capital en busca de un espacio de identidad profesional, exponía una imagen de una mujer de 94 años llena de vida. Esta santiaguesa, que recientemente vio seleccionada otra de sus obras entre casi 7.000 para la Photografic Portrait Prize que organiza un anexo de la National Gallery, explicó que el del Soho había sido un trabajo sobre el concepto que tenemos de la gente mayor, que a menudo dejan de tener peso en la sociedad, en la cultura, en la familia. Tuve ocasión de ver esa fotografía y, aún observándola a través de Internet, traslucía en sus rasgos todo lo que su autora contaba: muchísimas vivencias, viajes por el mundo, una vida llena de acontecimientos. Sin embargo, si viéramos en un banco sentada a esta mujer junto a una veinteañera en todo su esplendor frugal, nuestra mirada masculina o femenina difícilmente repararía en la anciana. ¿Qué mecanismos psicológicos obran en nosotros para que borremos inconscientemente de un plumazo toda una historia encarnada en la persona mayor allí sentada y demos si acaso preminencia a quien no es más que fruta temprana?

Practicamos

una flagrante discriminación de los mayores de la que nosotros mismos seremos víctimas en el tiempo de un suspiro, que es el que tardaremos en ser como ellos. Del mismo modo que a partir de unos años, menos en la mujer, hay un proceso de invisibilidad que te saca del mercado sexual e incluso el de los afectos si no los tienes ya configurados o los has perdido, la tercera edad debe ser una etapa en la que ya no es que no te miren, es que no te ven. Como a los inmigrantes o a los pobres. Y, aún peor, tampoco te oyen.¿Qué culpa tienen los pobres de que yo me haya vuelto invisible? decía en un cuento una anciana que había criado a sus hijos, ayudado luego a criar a sus nietos y, perdido el poder referencial y utilitario, veía cómo en la mesa nadie parecía oir ya sus comentarios. "Un día le dije a mis nietos que cuando me muriera me iban a extrañar y el más pequeño respondió riendo: Pero ¿estás viva, abuela? Fue entonces cuando me convenci de que soy invisible. Me paro en la sala para ver si, aunque sea un estorbo, me miran, pero mi hija sigue barriendo sin tocarme, mis nietos siguen correteandeo sin tropezarse conmigo. Lloro en silencio. Es verdad, soy invisible y no me había dado cuenta".

En nuestro propio entorno

, en la ciudad sin más que habitamos, vemos qué rápido desaparecen de la memoria de la gente vidas que por su peso social o representativo habían estado muy presentes. Si antes les daban la mano o escuchaban su voz con acogimiento, cuando el paso de los años encorva sus figuras nadie parece tener con ellos más tiempo que para un rápido saluda, como si habitaran un mundo inaceptable de la pasividad y la contemplación dentro de otro aturdido por la hiperactividad y la prisa. Y en una residencia se aprecia más esta falta de contacto, ansiosos sus miembros por una palabra de atención, por un gesto de afecto.

Yo mismo

que siento un respeto casi reverente por esa edad, no hallo tiempo para sentarme ante uno de ellos con calma y escuchar la voz de su memoria, como si mi ritmo urbano atropellado no pudiera conciliarse con ese suyo más lento y por tanto más humano.Sé que pagaré por lo que siembro y me preparo para ese tiempo en que mi voz sea como muda y mi palabra tenga para los más jóvenes el sonido hueco del silencio Y es que existe una dictadura o mitificación de la juventud que devalúa la sabiduría y la experiencia de los que han vivido más tiempo. Habrá quien piense que, si el precio de la sabiduría es la vejez, él prefiera ser imbécil. Pero la vejez no es electiva sino que llega inexorable a no ser que uno caiga en el camino o ponga el remedio optativo de un suicidio. Llega cada vez más tarde y pronto morirá aún ligando uno pero, ya que llega, que sirva al menos para no ser necio.