En sus labios aprendí de oídas a leer, compartimos de niños los libros y la ropa, estuvimos mucho tiempo en las mismas fotos y me gustaba sentarme a su lado en el muelle de Cambados porque mi hermano miraba el horizonte con una mezcla de ansia y resignación, como si el tiempo que estaba por venir fuese apremiante y al mismo tiempo innecesario, igual que un buey tirado por caballos. Tenía los ojos muy vivos y muy azules, tan limpios y tan traslúcidos que eran como esa poca agua en la que incluso hace pie la lluvia.

Sabía tocar la guitarra y dibujaba a tinta china unas mujeres con los ojos velados por una indiscreta ceguera como de vidrio, con un portal en el vientre, y en el portal, un mendigo con el esqueleto amarillo de un niño cenando hambre azul en su regazo. Una tarde se cayó al mar vestido al bordear la escollera del muelle y salió a flote sin reloj y sin zapatos. Fue aquella la primera vez que temí que se acabasen para siempre las fotos a su lado, el ábaco de la música presintiendo el tiempo en su guitarra y aquellas tardes de verano en las que nos sentábamos en la bajamar de Tragove y mirábamos como bogaba en su dorna un marinero a merced del cansancio, en un matorral de espuma. Me había dicho mi hermano que al retirarse la marea bajo el sol de agosto, con el agua seca y ardida podríamos hacernos un sombrero de paja.

Tendría que recordárselo cuando murió, pero me pareció tan pensativo que no me atreví a distraerlo. Mi hermano sabía tantas cosas que al ver su cadáver algo me dijo en mi interior que en realidad no era aquella la primera vez que se moría. Y si hoy le recuerdo aquí es porque cuando murió estaba yo tan ocupado en acabar aquel bendito sombrero de paja, que mis estúpidas manos no tuvieron entonces tiempo para las flores.

jose.luis.alvite@telefonica.net