Mucho más que los plomizos asuntos de Estado, lo que realmente anima la visita del presidente Nicolás Sarkozy a España es la contienda de vestidos y estructuras anatómicas entre su esposa Carla Bruni y la princesa Letizia. Dicen los cronistas de la Corte que la vencedora fue la representante española, aunque bien pudiera ocurrir que cayesen en la tentación de barrer para casa. O no.

El espectador desapasionado podrá formar su propio juicio a partir de las imágenes que los fotógrafos tomaron a las dos egregias damas por la banda de popa. Tan profesionales como picarones, los reporteros gráficos centraron su objetivo en la parte dorsal de las retratadas, lo que facilita grandemente la comparación entre sus respectivos portes y la belleza de sus antifonarios. La elección ha de ser por fuerza ardua. Tanto la señora Sarkozy como la esposa del heredero del Trono exhiben magníficas anatomías que, adecuadamente realzadas por el trabajo de sus modistos, complicarían sin duda el dictamen del más imparcial de los jurados.

Habrá quien considere algo frívola y hasta irrespetuosa la reducción de todo un encuentro bilateral España-Francia a una especie de duelo de curvas entre dos de sus representantes más conocidas en el ámbito de la prensa del corazón. Pero eso es lo que han decidido en general los medios de comunicación, atentos a los deseos de un público más interesado en las cuestiones de la vida mundana que en las aburridas disquisiciones sobre economía, terrorismo, obras públicas y demás rollos.

Parece lógico. Tradicionalmente, la relación entre los dos Estados ha sido desigual y no sólo porque España mantuviese durante los dos o tres últimos siglos una cierta actitud subalterna con respecto –y respeto– a su vecino del norte.

Las diferencias son de mayor calado. Por ejemplo, los franceses eligen a su presidente mediante votación directa y con la cautela añadida de una segunda vuelta cuando se dé el caso de que el ganador no obtenga la mayoría absoluta en primera instancia. No ocurre lo mismo con su equivalente, el jefe del Estado español, cabeza de una dinastía –de origen francés, por cierto– que ocupa el cargo a perpetuidad y lo transmite en herencia a sus descendientes.

Poco tiene que ver la Francia republicana de la libertad, la igualdad y la fraternidad con el Reino de España reinstaurado por el general Franco hace treinta años, aunque las dos sean democracias de tipo liberal. Francia es una potencia nuclear y España tampoco. Francia disfruta de una renta per cápita que excede en varios miles de euros a la española, por más que el voluntarioso presidente Zapatero augurase hace medio año que esa cifra pronto sería superada por nuestra pujante economía. Y en fin: los franceses padecen exactamente la mitad de paro que los españoles.

No hay perspectiva alguna de que esa disímil situación vaya a cambiar, sino más bien a acentuarse, en los próximos años. De ahí que la agenda de este encuentro hispano-francés se haya centrado, como parece lógico, en los asuntos que de verdad interesan a la mayoría de los españoles, si se juzga por la proliferación de espacios de cotilleo que pueblan las programaciones de las teles de aquí.

A nadie debiera sorprender, en consecuencia, que el coloquio de alto nivel entre los dos Estados atendiese menos a los modelos económicos que a los de pasarela. Lo importante era y es discernir cual de las altas representantes de la belleza de uno y otro país ofrecía más dosis de glamour, de percha y de elegancia indumentaria. Los expertos en moda de la Corte dicen que España ha ganado ese torneo, aunque tal vez su opinión no coincida con la de los franceses, que por algo son los inventores del chovinismo. Con la diplomacia que conviene al caso, habrá que dejar el resultado en un empate. No vaya a ser que Sarkozy se enfade y Zapatero pierda la silla que le prestó en el G-20.

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