Hartos de que los recluyamos en corrales, les robemos los huevos, los ordeñemos y nos aprovechemos de sus carnes para hacer cocido, los animales de granja están tomando represalias que ni siquiera el visionario George Orwell pudo imaginar en su “Animal Farm”. De hecho era un cerdo el que encabezaba la rebelión novelada por Orwell y también son ahora los gorrinos -tan queridos en la Galicia del lacón con grelos- los que prestan su nombre a la gripe porcina que tiene en vilo al mundo.

No es el primer caso de insurgencia animal que registra el planeta, naturalmente. Años atrás, las vacas se vengaron del mal pienso que les dábamos con un súbito ataque de locura que amenazó imparcialmente a la salud pública y al negocio de la industria ganadera. Por fortuna, la autoridad sanitaria competente supo poner coto a la epidemia y tranquilizar a los consumidores. Las marelas recuperaron la cordura y sus dueños el sosiego.

Más tarde llegó desde Asia la gripe aviar, que venía siendo algo así como la rebelión de los pollos y patos contra la dictadura que los condena a ser encerrados en jaulas de por vida. A diferencia del mal de las vacas locas, aquella revuelta tuvo felizmente un vuelo de tan corto alcance como el de las gallinas y apenas alteró la tranquilidad de los ciudadanos.

No puede decirse lo mismo de la incipiente epidemia de gripe porcina que apenas unos días después de debutar en México ha traspasado ya el océano hasta llegar a distintos lugares de la Península y tal vez incluso a este remoto reino de Breogán.

Son las consecuencias de la globalización que, para bien y/o para mal, ha convertido el mundo en un pañuelo. Las fronteras empiezan a ser entes más bien ficticios y lo bastante porosos como para que se cuelen indistintamente por ellas las mercancías, las personas, los virus, las bacterias y casi cualquier cosa susceptible de moverse o ser movida de un sitio a otro.

Así se explica, sin duda, la espectacular rapidez con la que se ha propagado por buena parte del planeta la enfermedad del cerdo griposo desde su epicentro en México, donde -desgraciadamente- se cobró ya algunas decenas de vidas. Tan notable mortandad constituye una tragedia lo bastante aflictiva como para que no nos tomemos a broma el asunto, aunque más grave sería dramatizar en exceso y alimentar el miedo de la población.

Como quiera que sea, todas estas desdichas de orden vacuno, aviar y porcino sugieren que algo malo habremos hecho los humanos contra el buen orden de la Naturaleza en general y de la fauna en particular. Cuando menos en el caso de las vacas locas, se sabe que la enfermedad tuvo su origen en el uso de piensos extraídos de la carne animal, con lo que convertimos a las pobres marelas en cuadrúpedos caníbales. El resultado fue que las volvimos locas de atar e inevitablemente acabamos pagando las consecuencias de ese temerario comportamiento.

No es el caso de la gripe porcina, enfermedad bien conocida por los expertos que ya produjo varios brotes entre la población humana durante el pasado siglo e incluso en este. La diferencia reside ahora, si acaso, en la rápida propagación del virus que amenaza con desatar una pandemia en el nuevo mundo globalizado.

Por lo que toca a Galicia, sería de esperar que el tradicional buen trato a los animales permitiera a este reino salir bien parado de la rebelión en la granja. Después de todo, este es un país de sentimientos franciscanos que además de proteger con leyes al hermano lobo guarda una sincera devoción a la hermana vaca (mayormente por la parte del solomillo) y a los cerdos en cuyas carnes se funda el cocido y el lacón con grelos. Malo será que la plaga de la peste porcina llegue a afligir a uno de los pocos lugares del mundo, si no el único, que tuvo el detalle de erigirle un monumento al cochino. Seguro que los chanchos de la granja de Orwell nos perdonarían.

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