Como siempre que sobreviene un cambio de signo político en cualquier gobierno, también en Galicia se reproduce estos días un fenómeno de ida y vuelta que afecta a muchas personas. Por un lado, a quienes forzosamente deben dejar sus puestos de libre designación; por otro, a quienes acceden por primera vez a ellos. Unos van y otros vienen de El Poder, del machito político, de ese veneno que ataca a la inmensa mayoría de quienes saborean sus mieles. Algo tiene ese Olimpo que convierte en arrogantes a quienes parecían discretos, en inaccesibles a quienes siempre respondían al teléfono, en soberbios a los que iban por la vida de humildes. El poder es tan transformador como revelador, porque nunca somos más nosotros mismos, nunca mostramos más nuestro verdadero rostro que cuando se nos otorga. Y, por ese mismo motivo, el doloroso regreso a la realidad, a la -digámoslo así- dura vida de la calle que están experimentando estos días algunos de quienes han alcanzado la categoría de ex altos cargos del anterior gobierno de la Xunta, es un espectáculo que, no por repetido, resulta siempre bastante patético. Proliferan, por ejemplo, los mensajes de teléfono móvil de los que estaban sistemáticamente ocupados o jamás respondían a las llamadas, y que ahora nos hacen saber, amable y atentamente, su nuevo número personal. Este tipo de detalles, como bien saben sus destinatarios, comienza a ser tan propio de los fines de régimen como las felicitaciones chorras que se envía la gente por Navidad. Pero, al mismo tiempo, muchos de los que ahora llegan a sus despachos en la nueva Xunta emprenden el camino inverso, empiezan a beber los tragos del brebaje transformador del poder, el que pronto les hará padecer los primeros síntomas de esta suerte de síndrome Romasanta. Sobre la moquetas de San Caetano, mientras las campanas de la catedral repiquetean en la lejanía, haz pezuñas que pronto sustituirán a las patitas de cordero y ásperos pelos de la dehesa que comenzarán a brotar de la otrora suave piel. La experiencia democrática es aleccionadora, nos recuerda constantemente que la vida política suele ser, casi siempre, apenas un punto minúsculo en el firmamento biográfico de una persona, pero aún así, a pesar de esa certidumbre de que un día todo acabará, el síndrome Romasanta, año tras año, legislatura a legislatura, vuelve con fuerzas renovadas. Nuevo gobierno. Mientras los lobos de salida pierden la pelambrera, los de ida contemplan ya la luna del Olimpo, y aúllan. Es el ciclo del poder, que va y viene. El ciclo de la vida. Acaso, el de nuestra más íntima naturaleza.