Eso mismo: ¿de quién son? Puestos a ejercer un formalismo más bien inútil, habría que aceptar que son de sus dueños. Todos los diarios que yo conozco, es decir, todos aquellos periódicos que se venden en los quioscos, están editados por sociedades anónimas. Los dueños de la prensa son, pues, los mismos que poseen las acciones de las empresas editoras. Si no recuerdo mal, la ley de prensa que dio paso al despegue de los diarios libres después de la época aciaga de la censura quiso garantizar las nuevas libertades impidiendo que los periódicos y, en general, los medios de comunicación quedasen concentrados en muy pocas manos. Así que, para que pudiera ejercerse el control, el supuesto velo que las sociedades anónimas incluyen en su nombre desapareció: los dueños de los diarios tenían que ser personas con nombre y apellidos o grupos de empresas cuyo propietario pudiese también rastrearse. Así, los periódicos tienen un dueño identificable, por más que a los nostálgicos les pueda doler la noticia de que el propietario de algún que otro medio de honda raigambre en la defensa de los valores de la patria resulta ser un extranjero sin más horizonte ideológico que el de la cuenta de resultados.

Pero los trasiegos de la propiedad suponen a menudo no sólo eso -el cambio de cuenta corriente a la que van los beneficios, si es que existen- sino una operación, a veces nada sutil, de giro ideológico. Habida cuenta de que los diarios no sólo se compran y venden por la información que dan, sino que en el paquete vienen incluidas interpretaciones políticas de las noticias del momento, la prensa se convierte en orientadora de lo que cabría llamar la opinión pública. Abundan los periódicos con el objetivo nada disimulado de arrimar el ascua del bien y del mal a la sardina de sus intereses partidistas. Los ejemplos son tantos que sería sonrojante tener que dar alguno en particular.

Pues bien, uno de los aspectos de mayor interés en ese ejercicio de la propiedad de un diario, el que conduce al cambio de su línea ideológica, es el de ver qué sucede con sus ventas. Ahora no estamos hablando ya de muchos ejemplos pero los que hay a mano son suficientes como para saber que esa operación es de alto riesgo. Los lectores huyen del transformista en busca de diarios más afines. Y ponen así de manifiesto una de las claves de mayor interés de este mundo dificilísimo de la prensa escrita: los diarios son, en realidad, de sus lectores.

Éstos imponen límites precisos respecto de la línea ideológica, el estilo y, en suma, lo que cabría llamar las señas de identidad de cada periódico. Con la particularidad de que aquellos que se tienen por capaces de llegar a los lectores con mayor peso político y social descubren, pronto o tarde, que son éstos quienes menos ruedas de molino están dispuestos a tragarse. Entre un diario y sus lectores hay una especie de pacto no escrito que impone sus leyes. Ay de aquél periódico que intente ignorarlo.