Estar en casa es una experiencia rara para muchos españoles, sometidos al horario laboral más extenso de Europa, y algo raro cada vez más frecuente para muchos otros, sufridores del paro más escalofriante de la UE. Eso es malo por los dos lados pero cualquier intento redistributivo dañaría nuestra competitividad, hecha a base de meter horas al trabajo y al paro.

En las casas vacías y en las ocupadas suena el teléfono una vez al día porque el teléfono vende teléfono por teléfono. No conviene descolgar malhumorado contra el argentino que ofrece más velocidad en la línea ADSL por menos precio porque puede que el que llame sea José Luis Rodríguez Zapatero para convertirse en ministro sorpresa. Un ministro sorpresa no es el que no se esperaban los políticos ni los periodistas profesionales sino cualquier ciudadano que jamás se soñó ministrable.

Que todo sea sorpresa no quiere decir que el ministrable inesperado no sepa algo que está a la vista: los ministros trabajan (bien o mal) durante muchas horas. Antes de que entremos en la ducha ya hay ministros en la radio desayunando preguntas y dando respuestas duchadas (acertadas o equivocadas, ciertas o falsas).

A la hora de la comida sabemos de las reuniones en las que han entrado y salido. Por la noche, cuando desplegamos los dedos de los pies después de una jornada entera de zapato, todavía vemos a los ministros y ministras en actos sociales del gran Madrid o los suponemos regresando de cualquier ciudad o provincia, en coche oficial, de acuerdo, o volando en clase business, vale, con tarea pendiente para el día siguiente porque el conocimiento informado exige una dosis de dossieres que precisa de una toma por la noche.

No se entiende qué necesidad tenía Zapatero de que hicieran fotos a su gobierno trabajando en Semana Santa, cuando no hay a quién mandar al otro lado del teléfono. Será que el modelo de competitividad española, a base de desorden y baja tecnificación, funciona también con ministros y ministras y precisan dar ese mal ejemplo al país.