Ahora que el nuevo presidente Feijóo alardea de un “Gobierno diez” capaz de sacar tanto pecho como aquella mítica “mujer diez” que alcanzó gloria bajo el nombre y los atributos de Bo Derek, ya casi nadie se acuerda de los caídos en el último combate electoral. Cuatro años después de saborear el poder con sus pompas, sus halagos, sus moradas y sus coches de alto caballaje, los ex copresidentes Touriño y Quintana comprueban en estos días hasta qué punto son fugaces las glorias de este mundo.

“¡Ay de los vencidos!”, sentenció en famosa frase Tito Livio para glosar las amarguras de cierta derrota infligida por los galos a las legiones romanas. Dos mil quinientos años después, aquel aforismo sigue vigente y actualísimo en esta Gallaecia donde las víctimas de la última justa electoral han pasado rápidamente al olvido cuando no al escarnio de no pocos de aquellos que durante su mandato los cubrían de lisonjas.

Flagelados mayormente por sus propios partidos, los dos ex mandatarios gallegos pueden certificar hasta qué punto llevaba razón Churchill cuando aconsejó a cierto diputado novato prevenirse de sus compañeros de filas mucho más que de los ataques de sus adversarios. Viejo zorro de la política, el estadista británico sabía por experiencia que al enemigo, cuando menos, se le ve venir de frente.

En esas meditaciones deben de andar ahora Touriño y Quintana que en apenas horas veinticuatro pasaron del ejercicio del poder a no poder replicar siquiera en el Parlamento a quien los había derrotado en las urnas.

Naturalmente, el caso de los últimos caídos no es en modo alguno excepcional, sino más bien la habitual regla de las elecciones. Aunque por lo general incruentas, las guerras electorales suelen dejar el campo de batalla lleno de cadáveres.

Obsérvese, si no, el ejemplo del largo reinado de Fraga en Galicia. Durante su dilatada dinastía unipersonal, el monarca Don Manuel I instauró la tradición de liquidar cada cuatro años a un líder del partido socialdemócrata. Nada más arribar a este reino, a principios de los noventa, mandó al ostracismo a su contrincante -y entonces presidente- Fernando González Laxe; pero eso fue sólo el principio. En sucesivas convocatorias despediría igualmente a Antolín Sánchez Presedo (1993) y a Abel Caballero (1997). No contento con gobernar en Galicia y en el PP, aquel desmesurado Fragón de Vilalba dictaba también los cambios de líder en el partido de enfrente.

La única excepción la ofreció Emilio Pérez Touriño, que pese a ser derrotado también por Fraga en 2001 conservó milagrosamente la dirección del partido socialdemócrata. Y no sólo eso. Cuatro años después, Touriño demostraría en la práctica que las elecciones son un torneo implacable en el que ni siquiera se respeta a los monarcas, por longevos y carismáticos que puedan ser.

Aunque fue el candidato más votado y sólo unos pocos miles de papeletas lo separaron de revalidar su quinto mandato, Fraga perdió el poder frente a una alianza social-nacionalista en los comicios de 2005 e, inevitablemente, siguió el mismo camino de sus antecesores. Si Presedo recaló en el Parlamento de Estraburgo y Caballero en la alcaldía de Vigo, a Fraga le tocó un retiro de honor en el Senado, puesto para el que fue votado -curiosamente- por los dos partidos de izquierda que le habían apartado del trono. Tal vez quisieran tenerlo a quinientos kilómetros de distancia.

La tradicional escabechina se ha repetido ahora con el triunfo de Feijoo. Pocas semanas después de la victoria del candidato conservador, sus dos contrincantes han pasado al poblado limbo de los ex presidentes de Galicia con el que bien se podría formar ya un pequeño Panteón (Político) de Galegos Ilustres. Eso y los privilegios pecuniarios anexos al cargo de ex presidente es el no pequeño consuelo que les queda a los vencidos en las urnas. A fin de cuentas, esto no es la cruel Roma.

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