El transcurso del tiempo por lo general ayuda a mitigar los golpes y a endulzar las amarguras, probablemente porque el dolor resiste en nuestra memoria sólo hasta que el recuerdo lo vuelve literatura o lo transforma en nostalgia. De la cruda infancia de hace tantos años es imposible olvidar el tedio y los sabañones, pero prevalece la sensación de que se trató de un tiempo dócil y encariñado, casi opiáceo, en el que incluso llegaban hasta el cementerio el aroma sabatino de las naranjas y el dominical olor de las confiterías. Ni siquiera los estacionales dolores de la adolescencia dejaron una huella que no se confunda ahora con la añoranza de lo que en el fondo solo fue un estéril entrenamiento para los horrores y las desesperanzas que estaban por venir. Al final casi nadie trabaja en lo que soñaba, ni se casa con su primera novia. Los amores de mi juventud empezaban por lo general en un banco del parque y aunque ella y yo estábamos seguros de que aquello sería para siempre, no tardábamos en descubrir que el amor no era tan sólido como se suponía y que las cosas que empiezan a la intemperie, si no las prolongas con un poco de dinero en la mesita del café o en la penumbra del cine, lo más probable es que al poco tiempo las disperse la lluvia. No importa. Estarás solo cuando haya escampado, pero siempre habrá otros domingos, otros veranos y otras chicas. Para entonces te habrás restablecido y estarás en condiciones de empezar una historia distinta sin preocuparte de que a la postre el final será probablemente el mismo. Suele ocurrir y raras veces se puede evitar, de modo que un fracaso sucede a otro fracaso y la diferencia entre no y otro son apenas el nombre de ella, el precio del café y lo bien que con el tiempo le sienta la lluvia a tu gabardina. Como suele ocurrir, me dijo hace años una fulana en un garito: “Mi hombre y yo rompimos un mes de enero, en medio de un temporal. Me zurraba y no acabé de acostumbrarme. Estaba loca por él pero me dolía la cara y me fruncía el maquillaje. Al principio pensé que el dolor era uno de esos naturales inconvenientes que prueban la resistencia del verdadero amor. Entonces era demasiado joven para tener orgullo, así que consideré la agresividad de mi hombre una parte de esa prueba. Nuca me plantee qué diablos sería eso del amor. Ahora sé que si un sentimiento así se pudiese explicar, con seguridad no sería amor”. Cuando me la presentaron una madrugada en aquel club de carretera a las afueras de la ciudad era difícil saber si su rostro reflejaba dignidad o se trataba solo de asco, escarmiento o resignación. “Pasaron muchos años desde entonces y hubo otros hombres en mi vida, pero, ¿sabes?, creo que le echo de menos y que solo a su lado fue alguna vez domingo para mi. No es que haya olvidado su mal carácter, no, no lo he olvidado, aunque, si he de ser sincera, ¡que demonios!, cada vez que recuerdo mis días a su lado y lo comparo con lo que vino luego, hasta tengo la sensación de que la juventud y la belleza absorben los golpes mejor de lo que al cabo de los años resiste tu fotogenia el agua del lavabo. Naturalmente, aún echándolo de menos y a pesar de haber convertido con el tiempo tanto dolor en el engañoso recuerdo de un simple aguacero al final de un domingo cualquiera, aún así, jamás volvería a su lado. Ahora soy una mujer madura, tengo experiencia y solo acepto con gusto los golpes que da el dinero. Y sin embargo, siento nostalgia de entonces. ¿Por qué será que muchas de las cosas que causan estragos producen al mismo tiempo dependencia?”. Salí con aquella mujer algunos días y aunque nunca llegamos a sentir nada que no fuese soluble en sudor, a mi de ella me gustaba como la despintaba la lluvia de marzo y a ella de mi creo que le resultaba entretenido que le recordase cosas que nos habían ocurrido cuando ni nos conocíamos siquiera. La última noche que nos vimos sonaba en la radio del coche “Aquel domingo, aquel verano” en la voz de Dinah Washington. Acabado el viaje, salí del coche y le abrí su puerta. Ella se fue hacia la entrada del club y yo me la quedé mirando bajo al lluvia, triste y un poco embobado, en cierto modo convencido de que yo jamás sería para ella lo que había sido aquel hombre, ni representaría nunca en sus recuerdos lo que él sin duda había representado. Después regresé a la ciudad acompañado con aquella canción desplanchada por la voz negra y emocionante de Dinah Washington. Al poco rato arrimé el coche al arcén y escribí en un papel la llovizna tangente de lo primero que se me vino a la cabeza: “Nunca me dijo su verdadero nombre. Solo sé que su fotogenia no había olvidado aún las mañas de la belleza y que su rostro resultaba limpio y dolido a la vez, como si el hombre de su vida le hubiese escaldado la cara con agua fría”...

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