He sentido siempre verdadera fascinación por la obra de Vincent Van Gogh y debo reconocer que en los peores momentos de mi vida por alguna razón creía ver reflejados en sus cuadros más pesimistas las oscuras e insufribles emociones que amenazaban mi equilibrio mental y que en alguna ocasión me arrastraron a pasar consulta en el manicomio de Conxo con el doctor Ignacio Tortajada, en cuya sensible amabilidad creí descubrir entonces el talante cordial y afectuoso de Paul Gachet, el médico de Auvers-sur-Oise al que Vincent Van Gogh le pagó sus módicos honorarios regalándole un retrato azul y amarillo con cuyo precio de ahora podría el pintor pagarle a Dios los esfuerzos de su resurrección. Mi interés casi devoto por Van Gogh iba más allá de la sincera simpatía por sus convicciones estéticas, sobre todo a raíz de haber leído de un tirón las casi setecientas cartas que le envió a su hermano Theo. Los pocos rasgos de su personalidad que no hayan trascendido en sus cuadros se pueden percibir inequívocamente en la intensidad de su correspondencia, rebosante de teorías sobre el arte, reflexiones sobre la vida y esporádicos pero inquietantes momentos de un abatimiento terrible en el que se percibe la inequívoca y angustiosa tentación del suicidio. El Vincent escritor no alcanza la sublime altura artística del Vincent pintor, pero no hay desde luego en sus cuadros mas sinceridad que en sus cartas, ni tanta amargura. A pesar de innumerables trabajos e incontables teorías, los psiquiatras no se han puesto de acuerdo sobre la dolencia que aquejaba al pintor holandés, que solía vivir momentos de euforia seguidos de profundas etapas de abatimiento, generalmente instalado a solas en pueblos pequeños en los que sus convecinos lo consideraban un tipo ensimismado y extravagante que vivía en una casa amarilla de Arlés y de cuyos pensamientos sólo excepcionalmente se conocían apenas sus actos en apariencia más inexplicables. Como es de suponer, la psiquiatría no estaba entonces tan avanzada que pudiese pronunciarse categóricamente sobre la pirotécnica mente de Vincent, ni, como es obvio, los críticos fueron en su momento capaces de diagnosticar a tiempo su talento. Sólo el leal Theo estaba con detalle al tanto de los sufrimientos de su hermano y sabía que algo irreparable ocurría en la mente del pintor para que escribiese algo que en muy pocas palabras describe el desolado infierno emocional en el que con tanta frecuencia se debatía: “Arde en mi pecho una hoguera a la que nadie acude a calentarse”. Despoblado su corazón, Vincent tuvo la desgracia de descubrir que no habría en el mundo tela bastante para vaciar en ella el interior azul y amarillo de una cabeza en la que se urdían caóticamente la luz de los sembrados y el mármol del cementerio. El lóbulo de la oreja que se cortó frente al espejo con la navaja de afeitar a raíz de enfadarse con Paul Gauguin se lo regaló a una puta en un bar de Arlés y le pidió que se la guardase como si fuese un regalo. Su autorretrato con la oreja vendada es la sobrecogedora imagen de un hombre triste y derrotado, la expresión sublime pero aterradora de alguien al que mismo parece que su cerebro se haya empeñado en devorarle la cabeza con una mezcla de hambre y compasión, como un jabalí pelirrojo que tratase de sobrevivir al espanto de su fatal existencia comiéndose la cara con sus propios dientes. El paradigmático pintor de la luz se recluye al final en los colores más oscuros de su obra, olvida el optimismo de lo diurno y pinta esa “Noche estrellada” y el “Café de noche”, la iglesia gótica de Auvers con un ciprés que crece como una hidra ciega entre las lisérgicas cejas del artista, y los “Campos de Cordeville”, cuando de la fugitiva hoguera de su pecho quedan apenas las tarántulas de los rescoldos y en sus pinceles se ha secado para siempre el amarillo de aquel trigal en el que el vuelo de los cuervos ya no parece un síntoma de la vida, sino la trágica premonición del disparo que poco más tarde le costará la vida. El compositor Don Mc Lean escribió hace más de veinte años una hermosa canción dedicada a Vincent Van Gogh con el título “Starry night”, de la que incluso Julio Iglesias hizo en inglés una versión tan emocionante como irreprochable. Aunque lo intenté en varias ocasiones, ni siquiera en los peores momento de mi naufragio emocional fui capaz de bailar esa hermosa “Noche estrellada”. Porque ni el suelo era entonces amarillo, ni tuve jamás unos zapatos azules.

jose.luis.alvite@telefonica.net