Un jinete fue sorprendido el otro día por la Guardia Civil cuando cabalgaba por cierta carretera de Valga a lomos de su jamelgo en evidente estado de embriaguez (el caballero, no el caballo). Ese mismo día, otra joven que estrenaba mayoría de edad y carné de conducir cayó bajo el implacable radar de la Benemérita mientras le daba caña al coche en Sanxenxo a una velocidad de 180 kilómetros por hora: cifra diez veces superior a la de sus 18 años. Hay que ver lo animados que están los caminos de este reino.

A estos y otros hechos notables que a menudo se producen en las estradas del país debía de referirse sin duda el director general de Tráfico, Pere Navarro, cuando afirmó que la circulación en Galicia constituye un problema de orden “psicológico”. Una manera delicada de decir que un gallego al volante tiene tanto peligro como una cabra montesa. O que estamos como cabras, para no andarse con rodeos.

Sin desdeñar la hipótesis psicológica, no sobraría tener en cuenta además el componente etílico que tanto influye en la conducta de los gallegos. Véase, si no, la anécdota del caballista detenido en Valga cuando circulaba a bordo de su sufrido rocín por el centro de la calzada.

Ese jinete ebrio evoca vagamente el jinete pálido que inspiró y dio título al western crepuscular filmado años atrás por Clint Eastwood. Carecemos los gallegos de una industria cinematográfica como la de Hollywood y es lástima, porque las verdaderas películas del Oeste se ruedan sin cámaras en esta Galicia donde los vaqueros cabalgan rebosantes de whisky por la carretera nacional.

Hay otros ejemplos, naturalmente. Uno de los más curiosos lo ofreció, muy a su pesar, un cura de Monfero cuyo aliento hacía que pitasen con frecuencia los alcoholímetros de la Guardia Civil. El caso tenía su explicación en los desvelos laborales del sacerdote. Obligado a oficiar siete misas diarias con sus correspondientes vinos, el pobre clérigo cayó en una de las trampas que los agentes suelen poner en las carreteras. Contaban entonces las crónicas que el cura llegó a pedir una dispensa de los controles de alcohol de la Benemérita en razón de su oficio, aunque se ignora si la súplica fue atendida o no por la autoridad competente.

Más aún que el del sacerdote agobiado por tanto vino de misa, el reciente caso del jinete beodo plantea singulares problemas desde el punto de vista del Código de la Circulación. Sabido es que no se exige carné para manejar un cuadrúpedo, circunstancia de la que fácilmente se infiere que también carecería de lógica someter al caballero a un control de alcoholemia. Eso explica que el joven vaquero fuese acusado de desobediencia a la autoridad por su negativa a bajarse de la cabalgadura y no por conducir bajo los efectos del morapio, circunstancia esta última que habría de acarrearle más severas penas.

Es de esperar que esa laguna legal tan favorable para los jinetes no induzca a los automovilistas de Galicia -pueblo famosamente bebedor- a cambiar el coche por el caballo cuando decidan salir de copas. La tentación es fuerte en este país donde no resulta infrecuente que hasta doscientos conductores sean cazados algún fin de semana en estado de exaltación etílica por las fuerzas antialcohólicas de la Guardia Civil. Con un censo de más de cuatro mil fiestas gastronómicas al año, muchas de ellas dedicadas a celebrar las cosechas de Ribeiro, Albariño y aguardiente, el caballo parece en efecto un magnífico recurso para eludir la multa y la pérdida del carné.

Al final va a tener razón el jefe nacional de Tráfico cuando atribuye a la peculiar psicología de los gallegos los muchos porrazos en las carreteras de este reino. Pero tampoco hay por qué preocuparse. Como bien dijo Luis Aguilé en su celebrado título El Tío Calambre: “Hay un peligro en la carretera, pero no me importa porque soy yo”. A saber en quién estaría pensando.