Si Fray Luis de León volvió a la cátedra de la que había sido privado durante cinco años con la frase “Decíamos ayer…”, el nuevo y nada frailuno aspirante a la presidencia de la Xunta acaba de hacer más o menos lo propio.

Como si el tiempo no hubiera pasado en estos últimos tres años y pico, Alberto Núñez Feijóo anunció en el discurso de investidura que la primera medida de su gobierno será recuperar el Plan Galicia que la deslenguada ex ministra Álvarez había enviado “a la mierda”.

No será lo mismo, naturalmente, porque los años no pasan en balde. Para empezar, los 12.500 millones de euros que aprobó para Galicia todo un Consejo de Ministros reunido en enero de 2003 en A Coruña correspondían mayormente a partidas presupuestarias del Gobierno central. Dado que, a diferencia de entonces, ese gobierno no está ahora en manos de los conservadores, mucho es de temer que Feijóo deba resignarse a ejecutar la parte -minoritaria- que del mentado plan le tocaba a la Xunta.

Tal vez el nuevo presidente gallego confíe en que los lazos de paisanaje que el recién estrenado ministro de Fomento mantiene con Galicia ayuden a recuperar algunas de las inversiones del Plan enviadas al estercolero por Magdalena Álvarez, que necesitaba los cuartos para abonar su finca política de Andalucía. Sería excesivo esperar, sin embargo, que José Blanco invierta -aun si lo desease- los multimillonarios presupuestos aprobados en su día por un Gobierno al que agobiaba la mala conciencia del “Prestige”. Corren tiempos de crisis que han vaciado las arcas del Tesoro: y ya se sabe que cuando no hay harina, todo es mohína.

Ideas y voluntarismo no parecen faltarle en todo caso al candidato que ayer se postuló en el Parlamento para la presidencia de la Xunta. Sorprende, por ejemplo, que uno de sus propósitos de entrada sea el de acabar con el “caciquismo” y el “enchufismo”, vicios tradicionalmente atribuidos en Galicia a la derecha que representa el futuro presidente. Algo tendrá que ver quizá con esa intención el hecho de que la reciente victoria de los conservadores se haya fraguado en las grandes ciudades del país, donde tales prácticas de clientelismo son mucho más raras que en el campo.

Igual relación parece guardar con ese voto urbano la anunciada -o más bien confirmada- derogación del decreto sobre el gallego en la enseñanza para sustituirlo por un modelo no ya bilingüe, sino trilingüe de español, gallego e inglés que promete convertir a los vecinos de este reino en las gentes más políglotas de la Península. Aunque uno de sus efectos secundarios pueda ser, desde luego, el de acentuar la condición menesterosa que ya padece la lengua autóctona del país.

El resto del discurso entraba dentro de lo previsible. Feijóo se limitó a convalidar sus promesas electorales de revisión de la subasta del aire efectuada por sus predecesores, a prometer una reducción de las listas de espera en los hospitales, a apostar por las nuevas tecnologías y a adelgazar la burocracia en su nuevo gobierno. Lo habitual en estos casos.

Todo esto tiene en realidad un aire de “déjà vu”: de cosa ya vista anteriormente. Hace apenas cuatro años, el longevo monarca Don Manuel I asistía desde los escaños de la oposición al discurso de investidura de su sucesor Emilio Pérez Touriño. Terminaba al parecer un ciclo y se abría una nueva era de modernidad y progreso que, en buena lógica, debería durar al menos un par de legislaturas. Pero quiá. El elector gallego, pese a su extraña fama de sumiso, es un sujeto anarquista que últimamente goza derribando gobiernos cada cuatro años.

Ahora es Touriño el que asiste -como Fraga hace un cuatrienio- a su inesperado relevo por un presidente que ha empezado por poner a cero el cronómetro del Plan Galicia. No ha pronunciado el “Decíamos ayer…” de Fray Luis, pero como si lo hiciese. La Historia es un eterno retorno, al menos por aquí.

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