Como no tengo recuerdos anteriores a su época de futbolista, creo que fue Luis Suárez el primer jugador español que dio pases de cincuenta metros, algo que sus espectadores degustábamos con el placer con el que se percibe lo que siendo hermoso es al mismo tiempo infrecuente. Por desgracia para el público español, Suárez duró poco en el Barcelona y fue trasferido al Inter de Milán, donde la elegancia de su fútbol hubo de sobreponerse a la tradicional rudeza del “Calcio”, en el que el juego resultaba por lo general más correoso, o, como se diría ahora, más físico. En la misma época brillaba en el fútbol inglés un tipo calvo y ensimismado que unía a la facilidad de sus pases largos la suerte de contar por delante con tipos muy habilidosos que culminaban la jugada con rápidos regates que se decía que parecían ensayados con los pies dentro de los tobillos en el espacio de una baldosa recortada. Aquel tipo se llamaba Bobby Charlton y su juego fue determinante para que Inglaterra ganase en el 66 el Mundial que ella misma organizaba. Charlton y Suárez eran silenciosos y elegantes jugadores de pierna larga y cabeza alta, sublimes futbolistas sin mala leche y sin ruido que daban sus pases largos como si enviasen la pelota por un rail. En definitiva, eran lo que se decía finos estilistas, lo que significaba que no hacían con los pies nada que no hubiesen antes reflexionado con la cabeza. También Franz Beckembauer fue un fino estilista, aunque en su caso la belleza de sus pases formaba parte del engranaje un poco mecanicista y aburrido de aquella selección alemana en la que ni siquiera los errores parecían en absoluto improvisados. Luis Suárez no era un gran conversador y a veces daba la impresión de que incluso le costaba tragar la saliva, pero por su manera de moverse en el campo y por su facilidad para desplazar con sentido la pelota podía decirse con razonable exageración que era un futbolista culto, todo lo contrario que tosco Stiles, aquel drástico lateral inglés cuya mala leche lo convertía en un tipo difícil de franquear por alguien que pretendiese salir con vida de semejante atrevimiento. Después de Luis Suárez hubo en España otros jugadores capaces de cierta delicadeza técnica, aunque muchos entrenadores preferían sustituirlos por tipos más correosos y trotones que “se partiesen el pecho”, con lo que el sudor del obrero prevalecía definitivamente sobre el sutil punto de rocío del arquitecto. Esa depreciación de la calidad técnica del futbolista vino acompañada del estrepitoso derrumbe del boxeo español, en el que tanto nos había asombrado la elegancia de Legrá, Carrasco, “Sombrita”, Velázquez y otros púgiles de su mismo estilo aunque de palmarés más discreto. El boxeo tuvo además la desgracia de sufrir los rigores casi estalinistas de una tenaz persecución política que si bien no supuso su extinción, al retirarlo de la televisión lo alejó para mucho tiempo de los favores del público, si es que en realidad no le dio la putilla. La situación del fútbol español es ahora la mejor en muchos años y sus devotos seguidores disponen de un buen puñado de jugadores que ejecutan su trabajo con la cabeza alta y la mente lúcida, como es el caso de Xavi, Iniesta, Fábregas... incluso Juan Carlos Valerón, que ha sobrevivido a graves lesiones y conserva intacta su inconfundible manera de entender el fútbol gracias a que sus piernas tienen la prodigiosa memoria de las agujas de la alta costura. Para desgracia de quienes tanto disfrutamos con los viejos estilistas del ring, el boxeo español sigue en su ostracismo de hace veintitantos años y sólo esporádicamente aparece en alguna parte un tipo que disputa casi a escondidas un campeonato del mundo, arriesgando juntos su pellejo y su prestigio social. Uno desconoce si en los gimnasios de los suburbios entrenan todavía algunos de esos muchachos con clase que pegan reflexivamente y a conciencia, como si sacasen los puños de dentro de sus cabezas. De las cosas que se hacen con público, en España solo están bien vistos el folklore, el botellón y las procesiones. Pedro Carrasco lleva años muerto y de Pepe Legrá probablemente solo sabremos algo cuando haya encontrado un cadáver de su peso con el que medirse a oscuras en el nicho. El fútbol ha resucitado como una manera de ser; el boxeo, en cambio, ya ni siquiera es una manera de pensar.