Padecemos los naturales de Galicia una vieja y ya algo caduca fama de ser gente de pocas luces, cejijunta y lo bastante torpe como para haber inspirado en Latinoamérica una vasta colección de “chistes de gallegos” equiparables a los que por aquí se cuentan de los vecinos de Lepe. Curiosamente, Lepe es uno de los municipios más desarrollados de Andalucía y ahora hemos venido a saber que también Galicia aporta a España algunos de los más preclaros intelectos de la Península. Se conoce que los chistes basados en la etnia van perdiendo interés y, sobre todo, actualidad.

Buena prueba de ello es que el último de los españoles recompensados con el premio Nobel fue el padronés Camilo José Cela. Con igual justicia, la Academia Sueca debiera habérselo concedido a Ramón del Valle-Inclán, ilustre arousano que acaso haya sido el más brillante escritor español del siglo XX, aunque los suecos prefiriesen adjudicárselo a alguien tan justamente olvidado como José de Echegaray.

Pero no todo va a ser literatura y ficción, naturalmente. De un tiempo a esta parte, los gallegos vienen aplicando su inagotable reserva de imaginación a ramos bien distintos y en general más productivos que el de las bellas letras.

Ahí está, por ejemplo, el negocio de la moda, en el que marcan tendencia desde hace un par de décadas diseñadores como Adolfo Domínguez, Roberto Verino, Antonio Pernas y tantos otros que han logrado copar con sus tiendas las principales calles comerciales del mundo. Por no hablar ya, claro está, del fenómeno entre económico y sociológico de Zara, firma de Arteixo que ha instalado la marca de Galicia en los cinco continentes hasta el punto de convertir a su impulsor, Amancio Ortega, en uno de los diez empresarios más acaudalados del planeta. Cuesta creer, desde luego, que un imperio textil capaz de abrir cuatro mil tiendas en setenta países tenga su origen en un país de suyo pobre y esquinado como Galicia.

Gallego es también el fundador de la constructora Fadesa, Manuel Jove, uno de los pocos que adivinó el final de la era dorada del ladrillo justo antes de que reventase la burbuja. Con las cuantiosas plusvalías obtenidas de la oportuna venta de su empresa, Jove se ha convertido ahora en un potentado del petróleo, las energías renovables, la banca, el textil y hasta los viñedos.

A todo ello habría que añadir aún las multinacionales de la pesca y la alimentación con sede en Galicia que inundan de pollos, congelados y platos precocinados los mercados del mundo entero. O las empresas farmacéuticas gallegas que desempeñan en Europa un adelantado papel en la investigación y elaboración de fármacos contra el cáncer.

Frente a este caudal de imaginación aplicada a los negocios casi resultan anecdóticos los éxitos individuales alcanzados por algunos gallegos en otros ámbitos. Pudiera parecer casual, por ejemplo, que el jefe de las cajas españolas de ahorro sea el galaico Juan Ramón Quintás y que el lucense Francisco González presida uno de los principales bancos de España. Aun así, no deja de resultar curioso que la economía y las obras públicas, columna vertebral de cualquier gobierno, estén ahora mismo en manos de gallegos -ejercientes o no- como Elena Salgado o José Blanco. Por no hablar de la monfortina que está al frente del Tribunal Constitucional, del coruñés que ejerce como fiscal general del Estado, del líder pontevedrés de la oposición o del arzobispo que manda en la Iglesia española.

Difícilmente se podrá reconocer en esta larga lista de próceres al Manolito Goreiro de las tiras cómicas de Mafalda, un gallego de chiste que -a pesar de serlo- exhibía la inteligencia necesaria para sentenciar, contra la Biblia, que “si alguien te da una bofetada en la mejilla izquierda, corre y vete a aprender karate”. Un sutil consejo del que parecen haber aprendido no poco los nuevos gallegos. Aunque ya no sean tan chistosos como solían.

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