Agobiado por la crisis, el presidente Zapatero ha decidido hacerles literalmente la Pascua a sus nuevos y viejos ministros, dejándolos a todos ellos sin las sagradas vacaciones de Semana Santa. Alguno intentó escaquearse sin éxito a la playa, invocando derechos de antigüedad; pero en general ahí han estado, a pie de obra, haciéndose fotos para arreglar en esta semana de Pasión los graves problemas del país. Diga lo que diga la Iglesia, da gusto disfrutar de un Gobierno de penitentes que respeta la Cuaresma como es debido.

Se diría que ha vuelto el espíritu de la “lucecita del Pardo”, con el que los propagandistas del general Franco solían ensalzar la desaforada capacidad de trabajo del Caudillo y sus constantes desvelos laborales por España. El símbolo de esa extraordinaria afición a la faena era una lámpara que, al parecer, siempre estaba encendida día y noche en el despacho del dictador: ya fuese Nochebuena, Año Nuevo, Pascua o cualquier otra fiesta de guardar. Allí estaba siempre el Centinela de Occidente al pie del cañón.

Luego supimos por las memorias de un primo indiscreto de Franco que en realidad el general se pasaba más de la mitad del año dedicado a la caza, la pesca y otros entretenimientos propios de gente ociosa. Estaba al pie del cañón, ciertamente; pero del cañón de la escopeta que utilizaba para diezmar la fauna ibérica del mismo modo que algunos años antes había hecho con la población adversa a su régimen.

La leyenda de la lucecita del Pardo resucita ahora con la insólita imagen de las altas jerarquías del Estado entregadas a la dura tarea de luchar contra la crisis en pleno Viernes Santo, mientras la ciudadanía en general se solazaba en playas y casas rurales, ajena a la gravedad de la situación.

Por una vez y sin que sirva de precedente, habrá que hablar bien del Gobierno. Merece todo encomio, desde luego, su solidaridad con los cientos de miles de españoles que por militar en la cofradía del paro o estar en vísperas de hacerlo no han podido disfrutar este año de sus vacaciones de Semana Santa.

Otra cosa es la utilidad práctica que pueda tener tal decisión, claro está. No por mucho trabajar mejora necesariamente la calidad de la gobernación, aun sin contar con las dificultades que implica hacer algo cuando casi todo el país está de vacaciones y no hay modo de encontrar un papel o conseguir que alguien se ponga al teléfono.

La experiencia sugiere más bien lo contrario. Recuérdese, por ejemplo, que la última gran bajada de precios se produjo allá por el verano del año 2002, nada más irse el Gobierno de vacaciones. Muchos atribuyeron aquella singular coincidencia al azar, pero tampoco faltó quien estableciese una relación de causa a efecto entre la holganza de los ministros y la mejora general de la economía que entonces vivió el país.

Abona esta última hipótesis el aún más curioso ejemplo del Gobierno portugués que en los primeros y turbulentos años de la Revolución de los Claveles presidía el almirante Pinheiro de Azevedo en la vecina República.

El país de al lado andaba entonces lo bastante revuelto como para que allí mandase todo el mundo: desde los columnistas de prensa a los cabos furrieles, con la notable excepción del gobierno propiamente dicho. Harto de que nadie le hiciese caso, Pinheiro de Azevedo se declaró en huelga de gobernación junto a sus ministros durante todo un mes. Las consecuencias fueron espectaculares. Con el gobierno de brazos caídos, bajó el paro, se recuperó la balanza de pagos, descendió el número de huelgas y no falta quien jure que incluso mejoró el clima.

Habrá que esperar a los datos de empleo y producción de fin de mes para saber si la renuncia del nuevo/viejo Gobierno español a sus vacaciones tuvo el deseado efecto de estimulación de la economía o si, por el contrario, hubiera sido mejor aplicar la táctica de Pinheiro de Azevedo. Hagan sus apuestas.

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