Hay personas que han venido al mundo para quedarse. Toman posesión de su vida, la reconvierten en una propiedad inmobiliaria. La clavetean al suelo por medio de toneladas de objetos inútiles. La felicidad consiste en responder a una pregunta clave, ¿de qué estoy dispuesto a desprenderme? A la celebrada frase del Cristo,?”niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme”, únicamente le sobra el “sígueme”. La materia no se crea ni se destruye, sólo se amontona. Cuando el volumen de tus posesiones supera tu capacidad de consumo, eres tú quien ingresa en el rango de desecho. Por higiene social, habría que arrancarte y lanzarte a la basura junto a tus pertenencias.

La crisis facilita el proceso de limpieza, el desprendimiento que hoy predicamos. Es preferible que piensen que eres pobre -con lo cual estás de moda-, a que imaginen que estás cambiando de vida, uno de los trances más humillantes para un humano. Procede liberarse del instinto de emulación, según el cual sólo podíamos superar a seres más despreciables que nosotros por la acumulación objetiva. Rodearte de cosas inútiles no te hace más sociable, sino más inútil. La Ley de la Gravedad Económica, patrocinada por Ikea, sostiene que nada es caro si lo necesita un número suficiente de personas. El truco consiste en que sigan pagando mientras tú te descuelgas de la manada.

Deshacer es más ecológico que hacer, aunque ni los objetos ni las personas pueden recuperar su inocencia primitiva. El aprendizaje del desprendimiento ha sido abrupto para quienes han descubierto que una hipoteca no da la felicidad. El modelo está en los beduinos. Cuando un ordenador alberga más memorias que cien palacios de Buckingham, puedes llevar el universo bajo el brazo. El nomadismo se ha hecho realidad como condición privilegiada, pero obliga a estar vigilante, a revisar a diario el somero equipaje. Hay que eliminar lo superfluo para ser superfluido. Ahora que me miro, el cuerpo en sí mismo contiene porciones de discutible eficacia, pero no vayamos a desprendernos en exceso.