Acostumbrados a sacarle la manteca al contribuyente mediante las subvenciones del Gobierno y los tributos que para ellos recauda la SGAE, los cineastas y músicos españoles acaban de hacerse -por si fuera poco- con el Ministerio de Cultura. Tras el ascenso al poder de la presidenta de la Academia Cinematográfica, Ángeles González-Sinde, los artistas del espectáculo podrán repartirse directamente y en régimen de autogestión los presupuestos del departamento. Literalmente, vamos a tener un gobierno de cine. Y de canon.

La nueva ministra es en efecto una conocida partidaria del canon con el que se grava y agrava el precio de los cedés, deuvedés, teléfonos móviles y en general cualquier artilugio susceptible de copiar o reproducir la obra de los creadores. Tanto da si se trata de Beethoven, de Bisbal, de Kubrick, de González-Sinde, de Mozart o de Bustamante. El impuesto tiene un carácter preventivo y por tanto no distingue entre autores vivos o muertos, talentosos o petardos.

Pero González-Sinde va aún más allá. Pretende la recién estrenada jefa de Cultura poner coto a las descargas -en su opinión, ilegales- de los usuarios de Internet para evitar que los piratas le roben sus derechos de autor a los artistas. Y de ahí a firmar un decreto de prohibición no hay siquiera un paso, ahora que puede firmar en el BOE.

Dicho así, suena de lo más normal; pero tal vez haya que redefinir el concepto de piratería. Siempre habrá quien opine -los internautas, por ejemplo- que los que en realidad asaltan los bolsillos del contribuyente al amparo de la patente de corso que les da el Estado son los corsarios de la industria del entretenimiento. Gente que absorbe de una parte las subvenciones del Gobierno y de la otra las canonjías derivadas del canon que gestiona esa variante privada de Hacienda que es la Sociedad General de Autores.

Lo natural en una economía de mercado libre -a la que los cómicos parecen temer más que a un nublado- sería que cualquier artista vendiese sus productos en función de la demanda del público.

Lamentablemente, no es el caso del cine español: una industria más dependiente del dinero del Estado que de los espectadores que acuden (o más bien no acuden) a las salas. Las películas viven del mecenazgo del Gobierno y sus costes están amortizados incluso antes del estreno gracias a las subvenciones. Parece lógico, por tanto, que muchas de ellas no lleguen siquiera a exhibirse en pantalla o que, si lo hacen, sea en pleno mes de agosto y en cines de barrio durante un par de días para cubrir el expediente.

De ahí que extrañe algo esa animadversión que los artistas españoles -o al menos, gran parte de ellos- sienten contra las nuevas tecnologías y en particular, Internet. Si alguien pudiera considerarse perjudicado, esos serían más bien los directores e intérpretes norteamericanos que copan las preferencias de los aficionados españoles al cine y las descargas en la Red. Más aun que en tiempos de Franco y de las “españoladas” de Alfredo Landa, estos últimos huyen de las películas hispanas como del mismísimo Belcebú.

Los artistas más razonables han comprendido que no se le pueden poner puertas al campo y mucho menos a esa red universal del conocimiento que es Internet. De ahí que algunos intérpretes retirados de la escena hace ya años o incluso décadas hayan decidido volver a pisar las tablas para trabajarse el cocido, como hace el resto de los mortales. No resultaría lógico, desde luego, que los ingenieros exigiesen un derecho de portazgo a los automovilistas que circulen por un puente de su autoría; o que los arquitectos cobrasen un canon preventivo a quienes entren en los edificios diseñados por ellos.

Por desgracia, no es esa la lógica que maneja la presidenta de la Academia del Cine recién ascendida al rango de ministra de Cultura. Bien harían, pues, los contribuyentes en poner a buen recaudo la cartera.

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