No había entonces un solo pecado que no nos ayudase a dormir, ni un vicio que no mejorase nuestra salud. Fuimos amigos de diario desde 1978 hasta 1995 y no hubo en todo ese tiempo una sola discusión que no hubiese servido de magnífica disculpa para sentarnos a la misma mesa y lamentar sinceramente el error imperdonable de habernos enfrentado. Estábamos tan unidos, que para acertar con el paradero de uno de nosotros bastaba con conocer el paradero del otro. Compartimos con idéntico entusiasmo la vocación del periodismo y fuimos también a medias en los problemas sin reparar en esfuerzos, en orgullo o en gastos, de modo que cumplida la misión informativa del día, teníamos por costumbre, casi por norma, hacer religiosamente un alto en el camino, pedir unas copas y contarnos nuestras inquietudes, nuestros proyectos y también nuestros dolores. No sabíamos muy bien dónde estaban las sepulturas de cada uno, pero podría jurar que en cierto modo Luis Rial y yo compartíamos también, como si fuesen cromos impagables, el luto y las esquelas de nuestros muertos. Cuando Luis Rial se rompió el talón de Aquiles y hubo de permanecer varios meses apartado de la calle, tanto me afectó lo suyo que hasta creo que tuve sinceras dificultades para no ser yo quien por solidaridad arrastrase su cojera. Cuando se vino abajo mi matrimonio fue Luis Rial quien me prestó sus manos para ayudarme a recoger del suelo los desperfectos y me prestó la atención que un hombre necesita para romper a llorar al lado de alguien que no le haga sentirse avergonzado, triste o hundido. Estuvo siempre a mi alcance con motivo de la prematura muerte de mi hermano y yo estuve a su lado en la cantada muerte del suyo. Pero al colega Luis Rial le debo sobre todo la suerte de haber compartido con él los mejores años de mi vida, en el esplendor de la fuerza física, cuando salíamos de viaje en mi coche, cumplíamos con el trabajo sin ahorrar esfuerzos y regresábamos luego a Compostela haciendo lo posible por no llegar, música melódica en la casete del coche y el inefable recreo de las curvas tomadas de madrugada casi al tacto mientras nos comentábamos la jornada y la familia o nos hacíamos confidencias de las que en muchos casos yo creo que nos enterábamos antes de que las imaginasen siquiera nuestras propias conciencias. Avanzada la madrugada, mi colega y yo teníamos a veces un momento de flaqueza y no sabíamos distinguir muy bien entre el cansancio y la culpa, así que nos metíamos en el primer club de carretera que nos saliese al encuentro bajo la lluvia y nos procurábamos la compañía del barman o de cualquiera de aquellas chicas que tanto nos ayudaron a capear la incipiente depresión y acabaron siendo casi parte de nuestra familia. A veces ellas se nos acercaban medio desnudas y estremecidas por el frío y aunque no le hacían ascos a tomarse una copa con nosotros, la verdad es que yo creo que agradecían nuestra presencia aunque sólo fuese porque en mitad de la penumbra cabía la posibilidad de que el humo de nuestros cigarrillos les sirviese de una cabaña de pana en la que recogerse. Si había redada de la Policía, nuestra influencia las salvaba de acabar en el furgón y si aquella noche íbamos bien de liquidez, nuestro dinero podría servirles para telefonear por Navidad a sus hijos en Colombia, en Brasil o en la República Dominicana, tan conmovidas que casi nos hacían llorar. A la portuguesa Rosalía María da Silva la rescatamos de su encierro en un club de Santa Cruz de Rivadulla, le procuramos un piso en la barriada de Vista Alegre, fue madre de un crío que se parecía a centenares de hombres distintos y cuando Luis me invitó a colaborar con él en su programa “Sete meses e un día”, de la Radio Galega, al lado de la joven periodista Andrea Fernández, aquella muchacha portuguesa nos ayudó con su historia a obtener un Premio Galicia de Xornalismo con cuya escasa dotación económica mi amigo y yo nos permitiríamos estirar un poco más la mano en los siguientes alternes al lado de otras mujeres como aquella Rosalía, alias “Marta”, de la que yo creí incluso estar enamorado sin haber intimado apenas con ella, sin necesidad de haber compartido tampoco su cama, sólo porque me hizo algo de caso y no le importó que la liberasen de su reclusión un par de periodistas románticos y un poco extravagantes que dormían poco porque no querían perderse los mejores sueños por el estúpido error de haberse dormido, dos amigos que si en tantos años no tuvieron discusiones verdaderamente graves fue seguramente gracias a que ambos teníamos de la vida la idea de que se trata de algo que hay que disfrutar hasta el punto de que el placer se convierta en un padecimiento, aprovechando el generoso vigor de aquel bendito momento fisiológico y emocional de nuestras vidas en el que, ¿verdad, viejo colega?, aquel irrepetible y múltiple momento de nuestras vidas en el que ambos teníamos la absoluta certeza de que aun siendo tan amorales, pero por ser en el fondo tan decentes, aunque en la carretera nos venciese de madrugada el sueño, intuíamos que Dios no dudaría en apartarnos de delante los camiones. Desde 1995 me he encontrado con Luis Rial en contadas ocasiones, pero conservamos la amistad y sabemos que el uno siempre tendrá al alcance de su mano al otro, como antes de que nuestras carreras nos llevasen por caminos distintos. La última noche que regresamos en mi coche a la ciudad recuerdo que guardamos un extraño silencio que ahora me parece premonitorio de las circunstancias que nos iban a separar. Mi coche había envejecido y aquella madrugada mi colega y yo volvimos a Compostela tan tarde como pudimos, no por haber parado a repartir echarpes de humo en cualquier club de carretera, sino porque se nos fue el santo al cielo al escuchar en el motor del coche aquel arrítmico ronroneo de violonchelo en el que mismo parecían a punto de averiársele las manos a Pau Casals mientras las nubes echaban raíces en el suelo y, amarrados en tierra por el extremo cansancio de tanto volar, se llenaban de hormigas los gorriones...

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