Si uno quiere conocer sobre el terreno qué es una pandemia al estilo antiguo, como lo fueron la gripe española o la peste negra, no tiene más que ir al África subsahariana. Allí, la terrible devastación que está causando el Sida nos asalta desde el primer momento. En las vallas publicitarias, en los muros, en los medios de comunicación, los anuncios recomendando el uso del condón nos recuerdan que, en esa zona del mundo, el Sida no es un problema sanitario más, como ocurre aquí, sino una suerte de plaga medieval que se extiende por doquier. En Gabón, por ejemplo, conocí a una ingeniera española que dirigía las obras de una carretera a través de la selva, a las afueras de la ciudad de Lambarené. Ante la poca fiabilidad de las cifras oficiales, recibió instrucciones de su empresa, también española, para hacer la prueba del VIH a las decenas de operarios locales que trabajaban bajo sus órdenes. Dieron positivo más de un tercio, pero no se sorprendió: estaba acostumbrada al ritmo macabro con el que los obreros enfermos dejaban de trabajar y acababan muriendo a las pocas semanas. Ella, como tantas otras personas de bien que me he encontrado en mis viajes por ese continente, era pesimista respecto a la evolución del problema. Por cuestiones culturales, en el África subsahariana no islámica existe una gran promiscuidad sexual, y una aversión paralela de los hombres, alentada por el exacerbado machismo, a la utilización del preservativo. En este contexto, hablar de castidad hasta el matrimonio, o de fidelidad, o de monogamia, equivale a predicar las virtudes de beber mucha agua entre las tribus del desierto. Por tanto, los gobiernos de esos países, algunos con mayor seriedad, otros con muy poca, han puesto todas sus esperanzas, por un lado, en el fomento del uso del condón, y, por otro, en la aplicación masiva de retrovirales a quienes ya han contraído la enfermedad. Hablar de otras soluciones, en África, es hablar de los pájaros que pasan. Y es por ello, por las dimensiones gigantescas del problema al que se enfrenta esa parte de la humanidad, que quizá aquí en Europa no se ha condenado con toda la firmeza que se debería la absoluta boutade del Papa en su primer viaje pastoral al continente, atacando la utilización del preservativo y creando una confusión entre la población que tendrá consecuencias concretas, empíricas, numéricas. No podía haber regalado a sus anfitriones un mensaje más equivocado y extraño, pues esa apelación a la abstinencia, escondida bajo el concepto de humanización de la sexualidad, revela hasta qué punto es trágica la univocidad de su discurso, y su creencia de que todas las audiencias son como la de su querida universidad de Tubinga, donde, debatiendo con Hans Küng, conoció sus particulares efusiones -aunque sólo intelectuales- de juventud. El Parlamento de Bélgica, estos días, y en un acto que redime la sombra histórica de Leopoldo, ha condenado oficialmente el mensaje de Benedicto XVI. Europa entera debería hacer lo mismo. Sería una manera, al menos, de poner un parche al trágico desaguisado de un Papa que, al contrario que Escipión, me temo que jamás ser recordado con el sobrenombre de El Africano.