Siempre temí la sinceridad de las mujeres, y aún ahora, después de unos cuantos escarmientos, me cuesta aceptar la facilidad con la que dicen lo que sienten. Uno se acerca a ellas confiando en que reaccionen como lo hacen los hombres, que procuran aplazar la franqueza si creen que la franqueza pueda suponer alguna clase de dolor. Tratándose de su relación con los hombres, las frases de las mujeres raras veces desmienten sus pensamientos. No se andan con ambigüedades, ni creen que el daño que pueda causar su sinceridad sea comparable a la incomodidad que les supondría tomarse un poco de tiempo antes de decidir. “No me gustas”, “No te hagas ilusiones”, “Ya no siento nada por ti”. Ni siquiera alargan las frases para dejar cierto margen a la duda o para dar siquiera la sensación de haber sufrido cierto tormento antes de tomar la drástica e irrevocable decisión. En el terreno sentimental he luchado siempre por la idea de que la palabra ha de ser más importante que la apariencia, aunque a veces sean la misma cosa, pero la verdad es que la mayoría de las mujeres con las que tuve algo que ver no se privaron de advertirme sin vuelta de hoja que sólo les gustaban los hombres morenos, así, sin más, con lo cual me descartaban sin darme ninguna opción y casi si derecho a réplica, permitiendo, en un rasgo de surrealista generosidad, que las compensase de mi atrevimiento con el gesto de saldar sus pufos en el bar. “No ser moreno puede constituir apenas un fallo, nena. ¡Demonios!, la piel es importante en un bolso, pero no es desde luego lo más profundo de un hombre, ni siquiera del hombre más delgado del mundo”, me defendía inútilmente, a sabiendas de que su respuesta sería siempre la misma: “Me estás molestando con tanta insistencia”. Cuando yo era joven, su siguiente paso era volverte la espalda, y si insistías, te amenazaba con llamar a un guardia. Las mujeres de ahora conservan la franqueza de las de entonces y aunque su actitud es en el fondo la misma, la verdad es que a veces te despachan con unas frases más largas que aunque no te libran de sufrir el mismo dolor, al menos te dan más repartido el golpe. Aprecian de otra manera tu conversación y te permiten concebir vagas y falsas esperanzas, aunque si no eres idiota te darás cuenta de que lo suyo respecto de ti no se trata de compasión, de magnanimidad o de clemencia, sino de que temen que las frases cortantes les hagan perder la compostura, algo que en el equilibrio emocional de algunas de mis amigas es casi peor que perder la dignidad. Su conducta es irreprochable y aunque es obvio que no la adoptan por tu bien, resulta útil para que no pierdas su tiempo, ni malgastes tu dinero. A veces pienso que ese comportamiento tan drástico al rechazarte obedece a su idea de que aplazar una decisión sólo sirve a veces para correr el riesgo de reconsiderarla. Si te dicen que ya no sienten nada por ti, no es porque acabe de ocurrírseles, sino porque lo tiene bien meditado y se trata de una decisión por lo general inamovible que exponen en los términos coloquiales más contundentes y también más económicos, con ese prodigioso ahorro de palabras que demuestra su facilidad semántica para zanjar un noviazgo, o un matrimonio, con escaso vocabulario que necesitan para no parecer cobardes ni resultar tampoco excesivas. Saben que la brevedad de un epitafio es más expresiva que la densidad de una novela. Por suerte, hay muchas clases de mujeres y uno ha conocido a unas cuantas que lo rechazaron después de arduos preparativos y largas conversaciones, al final de una relación llena de emocionantes altibajos, después de sobreponerse a la repetida tentación de acabar por la vía rápida una historia de la que con razón imaginaban que su recuerdo más valioso sería precisamente el de la noche de la separación definitiva, el incidente final, ese elegante y sereno intercambio de frases que se recuerdan luego con gratitud y con afecto, como si aquel fracaso hubiese destapado a destiempo lo mejor de cada uno, como una hoguera avivada al escupir en ella, justo cuando el barman la avisa de que lleva un rato en la puerta del bar el coche que mandó llamar para volverse sola a casa. El maldito coche que regurgita en la puerta es la definitiva evidencia de que lo vuestro toca a su fin y no tiene remedio. En ese caso no te esfuerces más, muchacho. Acepta como despedida un beso en cada mejilla y comprende que a ella despedirse de ti le supone esa noche menos dolor que perder el taxi. Después pide otra copa, comenta el asunto con el barman y aprovecha la dulce melancolía del momento para convencerte como sea de que tu fracaso es un mal menor y que si esa mujer hubiese tardado más en sincerarse, al disgusto de perderla le añadirías ahora la contrariedad de haber pagado de tu bolsillo el taxi.

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