No abundan las personas amantes de la soledad. A la gente le gusta relacionarse, formar grupos, equipos, cofradías o cooperativas, y cuando sobreviene un inevitable instante de soledad, dicen que se les cae la casa encima y que se deprimirán si no lo resuelven de inmediato. Entonces abren la agenda, descuelgan el teléfono y se procuran la compañía de alguien que sienta la misma aversión hacia la soledad y acepte una cita para salir de compras, ir a la cafetería o hacerse los encontradizos con alguien que se preste a formar corrillo. Muchas parejas de novios resisten juntos gracias a compartir su ocio con otras parejas, con las que acuden a sitios ruidosos y concurridos en los que sentirse aún más acompañados. Si uno se sienta de primero en un rincón del comedor del restaurante, puede estar seguro de que quienes entren después buscarán acomodo en las mesas más próximas a la suya, evitando la solitaria intimidad a la que se verían obligados si se acomodasen al otro lado del salón. Como las reses, dan la sensación de buscar cierto calor pecuario acorde con su instinto estabulario. He perdido algunas parejas por resistirme a su costumbre de aumentar el cotarro hasta formar casi un tumulto, tal vez porque no consideran interesante un sentimiento que no produzca calor. Mucha gente entiende que sólo tienen buen ambiente aquellos locales llenos de gente en los que por culpa del ruido si quieres una cerveza lo mejor que puedes hacer es pedir un café. Una amiga mía solía calificar la calidad de las exposiciones pictóricas en función de la cantidad de gente que hubiese asistido al acto de apertura, sin descuidar que la mayoría de los visitantes de ese día lo que más valoran de la obra de un pintor son los canapés que pasa en su bandeja el solitario camarero. Si se trata de valorar la categoría intelectual de un pintor, esa gente tiene sobre todo en cuenta lo rodeado que esté el artista de aduladores, considerando su inspiración o su obra un asunto secundario, casi un estorbo. En cierto modo se comprende que muchas personas busquen su grupo con ansiedad, puesto que quedarse solo suele traer como consecuencia la inconveniente tentación de vérselas uno consigo mismo, descubrir sus carencias y caer en la cuenta de que por extraño que parezca, para afrontar la soledad se requiere a veces más conversación que para disfrutar la compañía. Conozco personas que serían capaces de renunciar a ganar destacadas una carrera por temor a entrar solas en la meta. Si van a la playa, permanecen echadas en la arena entre la multitud, y si se tratase de ir a la guerra, sé de fulanos que estarían dispuestos a prolongar el sufrimiento de la batalla con tal de no soportar antes de tiempo la reflexiva e insulsa soledad a la que suele abocar el armisticio. A las personas solitarias se nos pone difícil relacionarnos con alguien dispuesto al anonimato de la última fila de un cine de pueblo o a la discreción de cenar en uno de esos restaurantes en los que incluso uno tiene la tentación de taparse la boca por miedo a que haga eco su silencio. Supongo que la gente que evita quedarse a solas con otra persona es la que no tiene mucho que decir y probablemente también la que no cree que tenga mucho que escuchar. Yo he procurado moverme siempre en lugares sin éxito, es decir, en locales sin apenas clientela en los que he disfrutado con frecuencia de la confianza del barman tanto como de su conversación. Por desgracia para mi, la soledad no es lo mejor para un negocio, de modo que algunos de esos bares echaron el cierre y hube de mudarme a otra parte. Al final llegué a la conclusión de que existe un territorio intermedio entre la soledad y la compañía, así que me instalé durante años en “El Corzo”, donde recibía a mis amigas con cuidado de que ellas y sus amistades no formasen grupos que no pudiese disolver rogándole al barman que pinchase en el tocadiscos una de esas canciones que ellas encuentran aburridas porque no se pueden bailar en régimen de cooperativa. Querían más gente, más volumen y menos intimidad. Evité la tentación de hacer excesivas concesiones y esa fue la causa de perder algunas amistades. Puedo soportar el lento desfile silencioso y plural de la procesión de La Soledad, pero sería incapaz de bailar la conga en uno de esos estúpidos y tardíos corrillos de discoteca en los que tanto disfrutaba mi querida B. hasta que una noche rompí amarras y me largué de su lado porque, como le escribí en un posavasos, la maldita soledad me había servido para descubrir lo divertido que resulta a veces aburrirse.

jose.luis.alvite@telefonica.net