A los muchos problemas que viene padeciendo desde tiempos remotos el aparato de la Justicia se le ha añadido ahora uno nada menor: el de la mala imagen de los jueces y magistrados españoles que, como es natural, inquieta tanto a quienes ejercen la carrera como a las asociaciones que velan por sus intereses corporativos. Buena muestra es la declaración pública de la Junta de jueces de Primera instancia de Palma manifestando su preocupación por las condiciones precarias en que llevan a cabo su trabajo y por la manera en que esa situación se traslada al ciudadano.

Decir que la Justicia es, en este país, lentísima siempre y, en ocasiones, un tanto arbitraria no supone novedad alguna. Pero el añadido que marca la diferencia es que los jueces han pasado ahora de la condición de víctima a la de culpable. La razón de ese cambio de actitud ciudadana, que es fácil de intuir por más que falten los estudios pertinentes para certificarlo, reside en la manera como el Consejo General del Poder Judicial y, como una bola de nieve, los distintos colectivos que de él dependen han manejado el escándalo del juez Tirado en el episodio bien triste que condujo a la muerte de la niña Mariluz.

La sanción apenas simbólica no ha dejado de recibir críticas feroces por parte de cuanto editorialista, columnista o locutor existe. Y el siguiente paso dado por el colectivo de los magistrados -tenga o no relación con esa polémica- ha sido el de amagar con la huelga en los juzgados a causa sobre todo de las condiciones que padecen pero sin dejar de insinuar por activa y por pasiva que tales carencias deben ser tomadas en cuenta a la hora de valorar el compincheo corporativo con que se amparó al juez Tirado.

Dejemos aparte niñerías como las de algún articulista, ungido de pretendido progresismo, que ha sostenido hace poco que los jueces fomentan la situación mísera en la que ejercen para poder hacer así de su capa un sayo siempre que les viene en gana. Generalizaciones así deberían abrumar no sólo a quien las lee sino, sobre todo, al responsable de haberlas escrito. En modo alguno cabe decir que "los jueces" constituyan un grupo homogéneo ni desde el punto de vista ideológico ni como poseedores de un criterio técnico compartido. Ni siquiera en la amenaza de huelga hay unanimidad, con manifestaciones contrarias tan notorias como la del juez Grande-Marlaska. El lío mayor, pues, consiste en que a un problema histórico, el de la precariedad de los medios de que consta el ejercicio de la magistratura, se le ha añadido un sesgo reciente que amenaza la causa bien legítima de los jueces por unas mejores condiciones de trabajo.

No será fácil resolver ese conflicto y aún lo será menos si se confunden los términos. En el rifirrafe entre el poder ejecutivo y el judicial se han cruzado falacias difíciles de sostener con el sentido común en la mano. Bueno sería denunciarlas pero me he quedado sin espacio para hacerlo. Habrá que esperar otra ocasión.