A muchos escritores les gusta exagerar las inclemencias de su trabajo y presentarse ante sus lectores como víctimas del insoportable dolor supuestamente causado por el angustioso dilema de la creación artística. Hasta tal punto está extendida esa idea del escritor como ser alienado y autodestructivo, que muchas veces lo que sus lectores encuentran fascinante en ellos no es la calidad de su obra, sino la variedad de sus vicios. Desde luego, el dolor existencial y los vicios han tenido una influencia decisiva en mi manera de escribir, pero mi inclinación a la mala vida se habría producido con independencia de mi actitud literaria y hasta diría que mis obligaciones como columnista de periódico sólo sirvieron en cierto modo para restarle tiempo a los placeres que con tanta regularidad me deparaban el desorden vital, la degradación moral y los vicios. Me gustaría presentar ante mis lectores unas credenciales literarias más decentes, pero la verdad es que en mi caso las fatigas producidas por el ejercicio de la literatura han sido siempre muy inferiores a la extenuación causada por los esfuerzos en el catre. Al cabo de muchos años de vida disipada, me di cuenta de que lo que necesitaba con urgencia no era liberarme de los ínclitos sinsabores de la vida con el placebo de una novela, sino reunir en la boca la saliva que iba a necesitar para pasar al amanecer por la garganta el esparto de aquella maldita sed en rama. De las muchas consecuencias que me ha acarreado mi jodida manera de vivir, la escritura ha sido sin duda la más agradable y constituye en mi caso la evidencia de que si se aprovechan bien, hay vicios que, al margen de que alteren el sueño y perjudiquen el hígado, a veces dejan también algo de dinero. Quiero decir que la literatura ha sido para mi una agradable liberación sin tormentosas pretensiones existenciales y que sus dolores nunca han sido en mi caso tan graves que no pudiese remediarlos prendiendo un cigarrillo, dándole un sorbo al café o cambiando de silla el culo. Nunca creí en el miedo que invade al escritor al sentarse frente al folio en blanco. No lo considero en absoluto un grave dilema existencial, sobre todo si lo comparo con la angustiosa incertidumbre de la madre que acuesta a sus hijos a media tarde porque un beso en la frente es lo único que ese día puede darles de cenar. A mi me tentó desde niño la idea de tocar el piano, y si eso no fuese posible, no descartaba la dorada alternativa de triunfar como pintor. Fue mi incapacidad para ambas cosas lo que me arrastró al hábito de escribir. Mi afición a los burdeles no tiene nada que ver con el Arte. El bajo vientre ha tenido en mi vida más influencia que la literatura y no me importa reconocer que un orgasmo describe el delirio del sexo mejor que cualquier frase. Sin embargo, tampoco me importa aceptar que en un determinado momento de mi vida comprendí que el placer de los vicios resultaban incomensurable al mezclarlo en dosis adecuadas con el placer de la escritura, de modo que al final de una noche tuve la intuición de que el éxtasis del catre resultaba más expresivo al transcribirlo sin gafas en los renglones apócrifos de unas bragas meadas. Fue así como cerré el ciclo en el que la vida y la literatura giraban sobre un mismo eje: el placer. Desde entonces no he podido distinguir con claridad entre el remordimiento y los recuerdos, entre la mecanografía y las caricias, entre los esputos y las flores. En mi relación sexual con las mujeres reconozco haber tenido algunos fracasos. No les di importancia. Mi vida estaba tan fundida con mi manera de escribir, que lo resolví pensando que aquello no era un gatillazo, sino que nuestros cuerpos encajaban mal al abrazarse porque tenían un serio problema de sintaxis. Pensé también que, afrontada con literaria relatividad, la vida es tan hermosa que incluso al reo le reconforta la idea de que al borde de su ejecución el gobernador del estado le conceda in extremis el deseo de alargar diez metros el corredor de la muerte.

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