Ahora que vivo alejado de mi mala vida de entonces, podría renegar de ella, descalificarla y lamentar lo bajo que caí. Podría convertirme en el noble paradigma del arrepentimiento y prevenir de sus peligros a quien sienta alguna vez la tentación de llevar una vida de relativismo y excesos semejantes a la que llevé durante treinta años. La misma literatura que me arrastró hasta el fondo podría devolverme a un puesto de honor en la superficie, disimulando el mugre de mi existencia con una delicada capa de higiene que me igualase con quienes llevaron siempre una vida pulcra y ordenada, instalados en la antibiótica rutina de la decencia. Eso podría hacer, pero si eso hiciese, sería como consecuencia de haber fingido arrepentimiento por todas aquellas cosas que la gente no consideraría inmorales si no fuese por su descaro, por su placer o por su precio. Siempre tuve la certeza de que mi conciencia daba mucho más de sí que mi dinero y que no serían los remordimientos, sino la falta de liquidez, lo que me distanciase de aquel mundo delirante y amoral en el que descubrí que hay sueños que sólo te ocurren si mantienes bien abiertos los ojos. Al final ni siquiera fue la falta de liquidez lo que me apartó de aquel camino, sino la sensación de haber percibido ya todas las sensaciones que cabía esperar antes de que incluso el orgasmo se me convirtiese en una monotonía, en un trabajo o en una simple mancha que no afectase a mi alma, pero me endureciese los calzoncillos. Con la acumulación de experiencias llegó un momento en el que la decencia tenía más secretos para mi, y más alicientes, que la mala vida. Mi duda era si sabría acomodarme a una existencia ordinaria entre toda aquella gente normal y corriente que llevaba los niños al colegio, tenían motivos sencillos por los que llorar y los domingos se vestían de punta en blanco para hacer cola en los cementerios y en las panaderías. Visto desde la perspectiva de alguien que llevaba tantos años en el fango, la decencia resultaba ser una conquista sumamente difícil, además de un logro que a cambio de una indudable tranquilidad social sólo podría acarrear efemérides, profilaxis y aburrimiento. Por otra parte, mi conciencia me reprochaba cualquier reflexión que hiciese pensando en darle un giro a mi vida, zanjar mis cuentas en los burdeles y volver a la calle con la pobreza de un monje, el prestigio de un explorador y la nostalgia de aquel mundo carnal y fluorescente en el que los hombres se sinceraban al mentir y las mujeres meaban una trenza de esperma con lentejas por la que se descolgaban hasta el fondo del retrete, como mermelada de sarro, las babas de los clientes. Una madrugada hablé de esto con mi mentor del hampa. Y Pepe Bahana, que era un tipo muy curtido y muy objetivo que veía la vida con un ojo en un orinal y el otro ojo en un cáliz, me dijo: "No te apures, muchacho. Las diferencias entre esta vida y la otra vida no son tan grandes como parece a simple vista. En realidad son el mismo negocio y escaparates distintos. Lo que hace decente el sexo entre la buena sociedad son los impuestos. Y en cuanto a la moralidad, ¡que quieres que te diga!, el Dios que administra la comunión en las iglesias en realidad es el mismo que en el burdel reparte el gel y las toallas". Antes de que probase a dar mi opinión, añadió: "El ambiente del antro te permite conocer a fondo a las personas, amigo, y eso te da de la vida una visión más amplia y más sensible. Si llevas mucho tiempo en este ambiente, volver a la decencia no tiene misterios ni requiere una gran preparación. De madrugada uno se ve en el deber de respetar a los demás; de día, muchacho, es suficiente con respetar los semáforos. La gente decente arriesga su reputación. La diferencia con ellos es que nosotros nos jugamos la vida". Pepe Bahana se vino a este lado de la barra con una copa en cada mano y brindamos punteando con la suave dicción del vidrio su último comentario de aquella noche: "Si decides largarte y emerger en tu cama de casado, quiero que sepas que dejas aquí un buen recuerdo. ¿Sabes?, en el fondo creo que te ha venido bien malograrte un poco. Ahora sabes que la vida es un cuadro muy hermoso que al caerle la lluvia encima se descubre que estaba pintado sobre un áspero papel de lija"...

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