Hace ya unos cuantos años decidí que la crítica cinematográfica sólo resultaba interesante leerla después de haber visto las películas, casi por simple curiosidad, prescindiendo por fin de la vieja actitud reverencial frente a quienes suponíamos depositarios del magisterio cinéfilo. Reconozco que tardé en sobreponerme al descrédito intelectual que acarreaba la ruptura con las ataduras oficiales establecidas por los santones de la cultura, pero no tardé en darme cuenta de que la comprensión del arte radica en las emociones que suscita en el espectador y que para eso maldita la falta que hace el presuntuoso intermediario. La percepción emocional del hecho artístico es tan personal como lo son sin duda la predisposición al bricolaje y el metabolismo de las grasas. Temerosos de ser barridos de sus púlpitos, los predicadores cinéfilos procuran inculcar en el espectador cierta íntima cobardía que le impida hacer valer sus criterios frente a los solemnes y pedantes postulados de la crítica. Suponen en la generalidad del público una indigencia mental que obligaría al indeciso espectador a guardar una actitud de sumisión y de obediencia, supeditando su criterio al que le dictan los popes en sus homilías. En el caso de los espectadores más jóvenes, como su índice de lectura es muy bajo, casi penoso, la crítica tradicional ha sido sustituida por sibilinos mensajes publicitarios deslizados en los telediarios con la apariencia de simples noticias. Ese despliegue periodístico-publicitario suele "coincidir" con noticias de dudosa veracidad sobre lo arduo que resultó el rodaje, las fricciones entre los protagonistas o el consabido rumor de que esa será la última película del galán o de la estrella antes de retirarse al limbo de la Historia en pleno apogeo de su esplendor. En este sentido puede resultar ilustrativo el caso de Anthony Hopkins, que rodó media docena de películas desde que hace unos años en una soberbia actuación periodística anunció su decisión irrevocable de abandonar el cine. No hará falta llamar demasiado la atención sobre la facilidad con la que se enamora Penélope Cruz de sus compañeros de reparto justo en el momento en el que los productores promocionan la película, ni la naturalidad con la que le invade el desamor para colarse a continuación por el galán co-protagonista de su siguiente trabajo. El rejuvenecimiento del público, con su lógica inexperiencia y la inevitable rebaja de su capacidad de análisis, ha creado las condiciones óptimas para que en las salas de cine se venda como oro lo que no es sino simple latón. Hoy sería impensable el rodaje de "Eva al desnudo", por poner el ejemplo de una película rebosante de talento y de diálogos en la que lo más parecido a los efectos especiales es la emergente belleza de Marilyn Monroe. Mucho más cerca en el tiempo, "El prado", de Jim Sheridam, la recuerda uno como una película cuya calidad narrativa y gramatical la convierte en cierto modo en algo remoto cuya degustación resultó efímera en su tiempo y ahora mismo probablemente sólo serviría como pretexto para clausurar por falta de público la sala en la que se exhibiese, demostrando que para conseguir la rápida evacuación de un cine, cualquier buena película es más efectiva que el incendio más voraz. Los espectadores de aquellas películas no se han recluido en sus casas seducidos por el confort, retenidos por una anestésica pereza o porque el tráfico rodado complica el acceso al cine, sino porque los productores prefieren un público sin grandes ambiciones culturales al que las ideas le interesen menos que los artefactos. Al no poder echar mano de una oferta mejor, los académicos de Hollywood no tienen más remedio que distinguir anualmente con sus premios películas cuya banda sonora en otros tiempos en vez de un Oscar ser habría ganado a pulso una multa. Atenta al quite y en defensa de sus privilegios, la crítica sesuda hace abstracción de la indigencia cultural de la oferta cinematográfica y se limita a elogiar la factura técnica, es decir, desiste de analizar las ideas en beneficio de ensalzar la robótica. De todos modos, uno ha llegado a la conclusión de que la crítica sólo sirve para culparla de vez en cuando del indeseado error de haberle hecho caso. Tuve la suerte de darme cuenta a tiempo, antes de que por seguir sus consejos la posibilidad de odiar el cine no excluyese el riesgo de odiar también la lectura.