De las muchas cosas que un hombre puede hacer a oscuras, la de sentarse a ver una película en el cine es de las pocas en las que no necesita fingir ni tiene necesariamente que disculparse. Si la película elegida es buena, ni siquiera se le pasará por la cabeza la tentación de arrepentirse por haber salido de casa en medio de la lluvia. Por desgracia son pocas las oportunidades que la cartelera cinematográfica nos ofrece para que valga la pena hacer cola en la taquilla. Aun reconociendo mi pasión casi incondicional por el cine, la verdad es que cada día encuentro más pobre la oferta y, por lo tanto, más motivos para refugiarme en el reencuentro con los clásicos y con un puñado de producciones más recientes que han logrado sobresalir en medio de una mediocridad que uno ya no sabe si lo que refleja es la inmadurez de los nuevos espectadores o el infantilismo de una industria en la que el talento parece ahora económicamente tan sospechoso como lo fue ideológicamente durante la "caza de brujas". Desde luego no deja de sorprender el rejuvenecimiento de la audiencia cinematográfica y la masiva deserción de quienes tienen más de treinta y cinco años, que regresan a las salas sólo con el motivo excepcional del último estreno de alguien como Clint Eastwood, por poner el caso de un cineasta que todavía no ha claudicado al destructivo imperio argumental de los efectos especiales y nos ofrece periódicamente el consuelo de una película en la que el personaje principal nos atrae por lo que dice, no por cómo vuela. Mi relación con el cine data de una época en la que había dos tipos de programación: la pensada para los críos y las producciones para adultos. La primera se pasaba en una sesión a las tres y media de la tarde y suponía el natural derroche de indios y vaqueros, aventuras exóticas en África y multitudinarias secuencias con la apabullante presencia de las legiones romanas, así, sin más pretensión que la de colmar las inocentes expectativas infantiles. El cine más serio lo frecuentaba el resto en la población en un amplio espectro demográfico que incluía al explosivo adolescente y al anciano al borde de padecer de cataratas. La realidad es bien distinta ahora y rara es la película que no parece pensada para contentar la dócil mente de un niño con un prodigioso despliegue de medios técnicos y una absoluta indigencia intelectual. A semejante regresión del hecho cinematográfico hemos llegado probablemente como consecuencia de haberse contaminado el cine con las técnicas del video clip mezcladas con las de la publicidad, sin descartar en absoluto que también el público haya rebajado considerablemente sus exigencias en función de la pobreza que rige en su formación académica y por culpa también de que hemos relegado impunemente el contenido literario en favor de un enfermizo culto a la tecnología. Tanto entusiasmo en la preponderancia de la técnica podría ocasionar a medio plazo que las nuevas generaciones sean incapaces de comprender el texto con las instrucciones para el funcionamiento de los artilugios electrónicos e informáticos con los que hemos ido condenando al ostracismo algo tan elemental como la gramática. Nuestros nietos serán algún día capaces de visionar la señal de televisión sintonizándola en el vapor de la ducha, pero tendrán muy escasas posibilidades de entender los diálogos de cualquier película de Billy Wilder. Estamos en trance de crear seres humanos dotados de una sensibilidad tecnológica casi sobrehumana, pero nos hemos despreocupado de que sepan hacer algo interesante con un lápiz y un papel. Esa incapacidad de muchos jóvenes para comprender mensajes intelectuales la consideran los sociólogos y los pedagogos el origen de una violencia juvenil que lo que manifiesta no es la vieja y culta rebeldía generacional, sino la incapacidad de los muchachos para expresarse de otra manera que no sean el grito, el empujón o la paliza. Lo triste del asunto es que la humanidad se ha gastado ingentes cantidades de dinero en conseguir que las futuras generaciones hagan con su cabeza algo que los bueyes hacen con absoluta naturalidad desde la noche de los tiempos sin haber ido al colegio: Embestir.

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