La dudas que pudiesen darse acerca de qué sistema llegaría a sustituir al capitalismo maltrecho están, a mi entender, bastante resueltas. Acaba de debatirse en el Parlamento europeo una serie de enmiendas a la directiva de las 65 horas aprobada por los ministros de trabajo de la Unión. Como se recordará, esa norma pretendía terminar con la jornada laboral de 48 horas semanales, fundamento mismo de lo que fue la lucha obrera contra el capitalismo salvaje de hace dos siglos. De no ser por el apoyo en forma de mayoría absoluta recibido por las enmiendas de un parlamentario socialista español, Alejandro Cercas, las empresas europeas habrían tenido las manos libres para negociar con sus trabajadores cualquier acuerdo acerca del horario de trabajo hasta llegar a las 65 horas, es decir, a jornadas de doce horas diarias de lunes a viernes con una propina de cinco más el sábado. La palabra negociar constituye, por supuesto, un eufemismo: ningún empleado por sí solo, ni la plantilla en su conjunto, pueden plantarle cara a quien le basta con la amenaza del despido para que vuelva la esclavitud de hecho de esas 65 horas.

Tal barbaridad, semejante marcha atrás insólita en la Historia, ha sido propiciada por un gobierno de supuesta izquierda, el laborista del señor Brown, heredero, por cierto, del que amparó al criminal Pinochet y le salvó de los afanes del juez Garzón por procesarle. Esos laboristas británicos se llaman a sí mismos pragmáticos y se amparan en la falacia bien conocida de que si uno no roba, mata, viola, secuestra o se carga los derechos de los trabajadores, vendrá otro de fuera a hacerlo sacando ventaja. Así que ya tenemos el esquema completo: lo que va a sustituir al capitalismo de los neocons es la ley de la selva que caracterizó aquel mundo del capitalismo naciente de las novelas de Dickens y Victor Hugo, analizado con bastante certeza por Carlos Marx. Con una diferencia: la izquierda era, entonces, la esperanza de quienes, por tener derecho sólo a la prole -necesaria por otra parte para reproducir la masa de trabajadores-, se llamaron proletarios. Hoy, ya no. A la estrategia de la derecha europea, cuyo mejor ejemplo es el horario impuesto por la señora Aguirre a los médicos en los hospitales públicos de Madrid, le sirve de mamporrero el izquierdismo de Brown con su pretensión de ir más allá incluso, a la jornada de doce horas. Un cincuenta por ciento superior a aquella de ocho que se logró con mucha sangre, no poco sudor y abundantes lágrimas.

El Parlamento europeo ha parado el primer golpe pero caben pocas dudas acerca de que las cosas no quedarán ahí. Es lo que tiene la suma de caos económico en el que nos han sumido los tiburones del neoliberalismo y el anhelo por los restos de quienes, gracias a la inyección de ingentes fondos públicos, tomarán su relevo. Ya que Marx ha muerto, confiemos en que salga algún otro Dickens capaz de contarlo.