Asegura el presidente Touriño que Galicia lleva en los tuétanos la enfermedad del "clientelismo", dolencia que según el diccionario es "un sistema de protección y amparo con que los poderosos patrocinan a quienes se acogen a ellos a cambio de su protección y sus servicios". Dado que Touriño gobierna gracias al voto combinado de una mayoría de electores de izquierda acogidos a su poder, habrá que entender sus palabras como un elogiable ejercicio de autocrítica. Salvo que no se explicase bien.

Tomada al pie de la letra, la definición del clientelismo que hace la Real Academia invitaría a pensar que los votantes gallegos siguen rindiendo su vieja servidumbre al cacique, como si este fuese aún el país de los Pazos de Ulloa o -por no ir tan lejos- la Galicia preindustrial de hace apenas treinta años.

El diagnóstico del actual jefe del Gobierno gallego tendría sentido en esas épocas. El cacique no dejaba de ser en la dispersa sociedad rural gallega de entonces una especie de agente informal del Estado que, efectivamente, proporcionaba servicios a cambio del poder que su clientela le concedía. Nada distinto de lo que ahora hacen, por cierto, aquellos gobernantes dispuestos a ofrecer un trato de privilegio a quienes voten al gobierno amigo y protector. Que este sea de izquierdas, derechas o mediopensionista ya es cuestión del todo accesoria.

Razón no le falta por tanto a Touriño cuando afirma que el clientelismo sigue formando parte de la médula del votante gallego. Podría haber añadido que también está inscrito en el ADN político del elector andaluz, extremeño y español en general; pero tampoco hay por qué romper con un tópico que tanto contribuye a acrecentar el atractivo turístico de Galicia.

Habrá quien piense, por ejemplo, que ofrecer una paga extra de 400 euros en plena campaña electoral es una práctica extrema de clientelismo propia de los tiempos de la Restauración en los que el cacique Romero Robledo distribuía actas de diputado como quien vende churros. O que los planes de empleo rural tan habituales en el sur de España son métodos de compraventa muy útiles para "fidelizar" -por decirlo en la jerga de los publicistas- a la clientela con derecho a voto. Pero hay que matizar. A diferencia del clientelismo gallego, esas son modernas y en consecuencia tolerables acciones de marketing político.

No es probable, sin embargo, que los ciudadanos gallegos vayan a molestarse por la actitud clientelar -es decir: de sumisión a los poderosos- que les atribuye su propio presidente.

Bien al contrario, los electores de este viejo reino son gente lo bastante pragmática como para haber asumido hace ya tiempo su condición de clientes que acuden al supermercado del voto con su papeleta como divisa de cambio. Nada más natural. Del mismo modo que los políticos confían la venta de su producto a las agencias de publicidad mediante los pertinentes anuncios, posters retocados con photoshop y lemas comerciales de campaña, también la clientela votante pondera los servicios que se le ofrecen, busca, compara y -una vez hecha su elección- paga la cuenta con el sufragio. Si después la mercancía no es de su gusto, sabe que podrá utilizar el libro de reclamaciones en la siguiente convocatoria electoral.

Puede que esta visión tan crudamente comercial irrite a los puristas de la democracia, pero no hay por qué ponerse tan solemnes. En realidad, el uso del voto como moneda de cambio no hace sino certificar la madurez y el alto grado de sentidiño alcanzados a fuerza de experiencia por los pragmáticos electores gallegos.

Curtida como está en los viejos tratos ganaderos de las ferias, a esta sociedad "clientelar" de la que habla Touriño cuesta trabajo venderle una burra coja. Y aunque tal ocurriese, el tradicional lema del comercio da por hecho que el cliente siempre tiene razón. Vote a quien vote.

anxel@arrakis.es