Vanguardista en muchos más aspectos de los que se piensa, Galicia fue uno de los primeros países que extendió el sufragio universal incluso a los muertos. Es fama, en efecto, que los contrabandistas de papeletas obraron durante años el milagro de que algunos gallegos emigrados a otros países votasen desde la tumba.

Ese derecho cívico adquirido por las ánimas de la Santa Compaña quiere recortarlo ahora Alberto Núñez Feijóo, el líder y candidato del partido conservador a las elecciones convocadas para los próximos idus de marzo. Sostiene Feijóo que los emigrantes gallegos deben votar en urna y con el carné en la mano, de igual manera que lo hacen los residentes en Galicia. Y aunque no lo diga abiertamente, el jefe gallego del PP sugiere que esta medida evitaría suplantaciones de identidad, incluyendo tal vez el voto de algún que otro difuntiño.

Sorprende un tanto que el partido ahora liderado por Feijóo no adoptase tal medida durante los dieciséis años de reinado de Don Manuel en Galicia y los ocho que José María Aznar disfrutó del Palacio de La Moncloa; pero ya se sabe que la memoria es frágil. Y no sólo la suya.

También los miembros del actual Gobierno de modernidad y progreso que manda en Galicia exigían durante su estancia en la oposición una reforma similar a la que ahora propone el candidato de la derecha. Infelizmente, los nuevos jerarcas no parecen haber encontrado hueco en su agenda de estos últimos cuatro años para ejecutar la medida por la que abogaban entonces con tanto ímpetu.

Opinan algunas mentes retorcidas que las diferencias entre izquierda y derecha se diluyen una vez alcanzado el poder. Eso explicaría el hecho de que tanto los progresistas como los conservadores se resistan por igual a modificar el sistema de voto de la emigración cuando pueden hacerlo desde el Gobierno. Tal hipótesis se basa en la creencia, sin duda acertada, de que los emigrantes votan en general al que manda sin que les importe gran cosa su filiación o pelaje ideológico.

Nada más natural. Los emigrantes son mayormente gente añosa y desconectada de su país de origen que, por esos obvios motivos, tienden a votar al partido que gobierne en España -e incluso en Galicia- cuando se convocan elecciones. Tal vez deduzcan que más vale darle el voto a quien tiene la llave de los presupuestos y, por tanto, la posibilidad de echarles el capote de alguna subvención.

De ahí que las elecciones tengan un inesperado carácter intercontinental en este pequeño reino del noroeste. A nadie sorprende ya que los candidatos viajen cada dos por tres al otro lado del Atlántico o que los mítines de campaña se desarrollen ya en Buenos Aires, ya en Vigo; y tanto da si en el Santiago de Compostela o el de Chile. Cada vez que hay elecciones, caemos en la cuenta de que Galicia es un mundo.

Cuestión distinta es que el tan apetecido voto de los emigrantes pueda determinar el resultado de las elecciones. Va a ser que no. La experiencia demuestra que los gallegos del éxodo no han influido hasta ahora sobre el desenlace de votación alguna: ni siquiera la de las últimas autonómicas en las que fue preciso esperar una semana al escrutinio de las papeletas llegadas desde el exterior para deshacer el empate técnico entre Don Manuel y sus adversarios.

Fue aquella la oportunidad idónea para que los emigrantes hiciesen valer el peso de su voto en oro, pero lo cierto es que se limitaron a refrendar lo que ya habían decidido por escaso margen los electores residentes en Galicia.

Ningún reparo debiera existir, en consecuencia, para que el Gobierno conceda a los emigrantes el privilegio de depositar su papeleta en una urna. Aunque ello suponga, desde luego, un recorte de los derechos cívicos de sufragio que hasta ahora permitían a los lázaros gallegos salir de la tumba para emitir su voto. Mejor que descansen en paz.

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