Para alguien que vive en una gran ciudad rebosante de novedades y de misterios, la literatura suele ser una consecuencia, pero si vives en una mórbida ciudad pequeña en la que por desgracia sólo son noticia las obras que no se hacen y las cosas que no ocurren, la literatura puede ser una necesidad, un tratamiento, casi un alivio. Una plaga de gobernantes mediocres ha convertido a la hermosa Compostela en una ciudad de funcionarios y transeúntes, calles planificadas por los urbanistas con un embudo, carente de un verdadero tejido industrial, con una burguesía endogámica y abotargada, una ciudad, en definitiva, en la que la literatura tiene más dificultades para florecer que la mercería. No deja de ser irónico que el trazado más habitable de Compostela, el más racional y el que tiene mejor resuelto el problema del tráfico rodado, sea el cementerio municipal de Boisaca. De la regresión experimentada por la ciudad pude dar idea el hecho evidente de que su delincuencia se haya reconvertido en mendicidad. Es obvio que para alguien que pretende escribir a partir de sus propias experiencias extremas y por haber conocido el pálpito verdaderamente urbano del lugar en el que vive, la realidad sociológica de Compostela no es precisamente el mejor caldo de cultivo, a no ser que se conforme con que su primera novela se la plantee como una buena excusa para desistir prematuramente de la literatura, como la pobre cantante que debuta con su última actuación o el edificio que se viene abajo estremecido por los aplausos de su inauguración. Sólo la ficción o la locura te pueden abstraer de la adocenada realidad envolvente, lo que, de todos modos, te supone un aislamiento cuya tenacidad supongo que recuerda las restricciones de la cárcel. Si los compostelanos fuesen como se supone que tendrían que ser, el periódico local no sería un diario que se edita en otra ciudad. De hecho, la única forma de cohesión social que se conoce en esta ciudad son sus atascos, cuyas inclemencias aumentan cada vez que, por culpa de que sus muchas ocupaciones le dejan tanto tiempo libre, el concejal del ramo tiene la desgraciada ocurrencia de pretender solucionarlas. Sin descuidar su facilidad para el eufemismo, dicen las estadísticas policiales que la ciudad es ahora más segura que hace no sé cuantos años, lo cual no significa en absoluto que sus condiciones de vida hayan mejorado, sino que, pienso yo, esa seguridad es la consecuencia natural de que, al margen de la política, en Compostela quedan pocas cosas por las que merezca la pena acabar en prisión. Lo malo es que las pocas cosas que ocurren son también el motivo de que los escritores de Compostela hayan tenido que buscarse la vida en otros ambientes sin importarles el riesgo de fracasar en el intento, sabedores, en cualquier caso, de que si no entran en la culposa rueda de los favores y las prebendas, en el lugar en el que nacieron el único triunfo que se les permitirá será el del anonimato. Es conocida la tradición cultural de Compostela, pero conviene advertir que su Universidad no es lo que era y que la oscuridad astronómica es la perfecta metáfora vulgarizadora de una ciudad que pierde buena parte de su lustre tan pronto los comerciantes apagan sus escaparates y la única actividad cultural relevante es el jodido botellón. ¿Qué hacer entonces? Descartada la opción de envenenar la traída de aguas para animar un poco el cotilleo de las peluquerías, lo que le queda a uno es el refugio de la ficción, aún a sabiendas, maldita sea, de que en este jodido país la hospitalidad del culo ha dado siempre mejores resultados que la apertura de la mente. Fue un error no largarme a tiempo. Era joven y tenía expectativas. Perdí la ocasión y ya no queda tiempo. Además, en esta ciudad tan mal planificada no hay una sola salida que no acabe en el centro. Por eso sigo aquí, no sé si cautivo o resignado, con la esperanza de escribir algo que valga la pena antes de que el asco o la muerte me precinten las manos.