Una de las características más sorprendentes de los delitos relacionados con actividades en la Red, especialmente las que se relacionan con menores, es la aparente normalidad de quienes los cometen. No se trata de monstruos, o de depravados con síntomas evidentes, sino de gentes que -en apariencia, cuando menos- en nada se distinguen del patrón admitido como habitual. Y eso ha hecho que algunos observadores hablen, siquiera a de modo figurado, de una especie de maldición, de una maldad encubierta que sólo se detecta, y con dificultad, por expertos.

A la vez, y en coincidencia, el número de adictos a prácticas aberrantes no ha hecho en estos años sino crecer, a pesar de que la cada vez más sofisticada preparación policial permite combatirlos con creciente eficacia. Y ese dato, el del aumento de la actividad delictiva, ha fortalecido una corriente de analistas que reclaman no sólo más y mejores dotaciones en el control de internet, sino un agravamiento de las penas con que se castigan estas actividades.

En este punto conviene no olvidar otro elemento: con frecuencia el trabajo y la dedicación de los cuerpos y fuerzas de seguridad no se corresponde con la relativa levedad de las penas que se imponen a los delincuentes. Lo que causa alarma social, por supuesto, pero también estupor entre los ciudadanos que ven como de las decenas de detenidos en las operaciones contra este tipo de actividades sólo unos pocos ingresan en prisión preventiva; los demás se van a sus casas aun imputados y, después, tras los procesos, recaen sobre la mayoría penas que muchos consideran del todo inadecuadas ante la considerable gravedad de los delitos por los que se les juzga.

Doctores tiene, desde luego, la iglesia jurídica que sabrán responder mejor que los profanos acerca de estos asuntos, pero hay algo que a estas alturas parece muy claro; que cada vez se cometen más delitos de este tipo y que ni la función rehabilitadora se cumple en las cárceles ni tampoco la intimidación del Código Penal logra frenar la escalada. Y algo hay que hacer, algo mejor y más eficaz que lo que se hace, porque de lo que se habla es de una amenaza cierta y directa para los más jóvenes, para los niños y las niñas de este país, y ésas sí que son palabras mayores.

La cuestión, claro, es qué hacer. Y, además de lo que los citados doctores de la ciencia judicial establezcan, no debe olvidarse que en algunos asuntos específicos la sociedad tiene derecho a exigir mejoras para cortar de raíz con amenazas ciertas a los valores que se tienen por intocables. Uno de ellos es el de la protección eficaz de los menores y a ello habrá de dedicarse más esfuerzo, más medios e incluso otro enfoque de la doctrina y también de la práctica.

¿No...?