De mucho tiempo a esta parte no creo haber sentido una sola emoción que no me fuese causada por una melodía o que no me remitiese a ella. Puedo prescindir del alcohol e imponerme un severo ramadán de tabaco, pero no creo que exista ningún tratamiento que me libere de mi obsesiva dependencia de la música. Aunque reconozco mi inclinación a la lujuria, estoy seguro de que ni siquiera el sexo puede en mí más que una buena canción. Le debo a la música los aciertos que haya podido tener en la escritura y los éxitos cosechados en los sucedáneos del amor, lo que no quita que también fuese decisiva para distraerme en momentos en los que tendría que haber puesto los cinco sentidos en otra cosa. Podría, si me lo propusiese seriamente, reconstruir los últimos treinta años de mi vida siguiendo el hilo de las melodías que tanto amo. No creo haber conocido a una sola mujer cuyos rasgos no hayan quedado para siempre asociados a un compositor o a un intérprete, ni un viaje del que no recuerde los detalles por relacionarlos literalmente con la música que sonaba entonces en mi coche. Recuerdo como vestía L. cuando me descubrió "Why should I care" en la voz de Diana Krall, del mismo modo que no puedo evocar a Jeff Buckley sin que asome en sus labios, mientras canta "Lilac wine", la sonrisa amarga de aquella chica con la que rompí porque se había ido a vivir lejos y mi pasión se esfumó tan pronto me aburrió la carretera. Puede que no lo creas, pero en los tres accidentes graves de coche que tuve lo primero que hice antes de pasarme la mano por la cara fue comprobar si funcionaba el casete. Jamás olvidaré las docenas de veces que escuché "Dust in the wind" la primera noche de mi ruptura matrimonial mientras recorría la ciudad solitario y un poco triste, derrotado y con salitre en las gafas, como si mirase las calles abrazado a mi cadáver en el maletero del coche. Después entré en un bar a punto de amanecer y pregunté quien cantaba aquella balada country en la juke box. "Help me make it through the night" y la voz de Kris Kristofferson no me han abandonado desde entonces, aunque su sensible melodía me resulte tan conmovedora, incluso más, cantada por Martina McBride, Faith Hill o el mismísimo Jerry Lee Lewis. A veces descanso de una canción, como descansan las mujeres de sus anticonceptivos y las monjas de sus maitines, y recupero a Brook Benton, por ejemplo, a quien le debo inolvidables empachos de soledad en "El Café de Mary", donde me enamoré perdidamente de la camarera, una chica asturiana y pelirroja que supongo que no dejó su trabajo aburrida por la insistencia con la que le pedía que pinchase a cada rato para mi la deliciosa "Rainy night in Georgia", que habla de lluvia, de taxis y de fracasos y me produce siempre la agradable congoja que necesito para ausentarme al baño y entristecerme sin motivo. Para los días en que tengo completo el cupo de Brook Benton, me reservo la facilidad con la que se me pone un nudo en la garganta si escucho a Billy Joel cantando "Just the way you are" con la voz desgarrada por los treinta años que han pasado desde que escribió esa hermosa canción cuando no le cabía el pelo en las fotos, tenía más futuro que pasado y no pesaba ni la mitad que su piano. La extraordinaria "Evergreen", cantada por Barbra Streisand, serena mi angustia y me reduce un tercio la velocidad del coche, pero estas últimas semanas es la de "Love letters" la partitura que me trae el recuerdo de la noche en la que B. rompió conmigo harta de que lo nuestro se hubiese estancado y ya sólo le cabía una pizca de fe en el pasado, en aquella isobara emocional de octubre en la que la voz de Diana Krall me había ayudado a reunir el coraje que necesitaba para decirle de buena fe que nunca una mujer como ella había empañado antes mi coche. "Love letters" es precisamente la canción que escucho esta noche mientras escribo y recuerdo que un día fui un muchacho sin remordimiento y sin errores, un chaval flaco y algo espiritual al que incluso le quitaba el sueño que el paisaje pasase la noche a la intemperie.

jose.luis.alvite@telefonica.net