Soy quien soy como amarga consecuencia de no haber podido ser el hombre que algún día soñé que sería. A los nueve años de edad me creía llamado a grandes proezas deportivas acordes con mi temperamento inquieto, mi combatividad y mi resistencia al cansancio. Podía jugar al fútbol seis horas seguidas alineado en cuatro equipos distintos, regateando a mis propios pies, al balón y a los serenos, a pecho descubierto si era verano, con la gabardina abrochada alrededor de la bufanda en invierno, y ser capaz incluso de secar con el sudor de la cara la lluvia que me escurría del pelo, hasta conseguir en la frente la isobara emocional y biográfica en la que las niñas intuyen la pubertad y los césares presienten el laurel. Como estaba excesivamente delgado, abría mucho los ojos para que se me viese mejor en las fotos. Una mañana el doctor Amaro López Socas me echó un vistazo y le dijo a mi madre que no se preocupase, que el niño estaba bien de salud y que ese era precisamente el feliz motivo de que pudiese hacer aquellos esfuerzos deportivos que tanto me adelgazaban. "Tanta salud te va a matar", me advirtió una tarde mi padre. Seguí jugando al fútbol a pesar del sombrío pronóstico, pero al anochecer me senté en la pelota y reflexioné con una amargura primeriza sobre la paradoja de que el exceso de salud pudiese costarme en cualquier momento la vida. Toda aquella fogosidad... ¿Y si resultase que estaba malgastando en los exultantes derroches de la infancia las energías que iba a necesitar para arrostrar las fatigas de una vejez que acaso sólo conocería en sueños? ¡Dios Santo!, ¿podría ocurrir que tanta llama sólo sirviese para consumir antes la vela? A las pocas semanas enfermé de paperas y hube de convalecer algunos días encamado. Al principio me contrarió que fuese una patología, y no la la bronca del sereno, lo que me hubiese alejado del deporte. Una vez repuesto, yo recobré el ánimo y mis padres comprobaron que de sus tres hijos, yo era el único al que incluso le sentaba bien la mala salud, un tipo raro que engordaba en ayunas. De hecho, cuando mi cara recobró sus proporciones naturales y salté de cama, me di cuenta de que no sólo no estaba consumido por las dichosas paperas, sino que se me había quedado pequeña la ropa. Como no nadábamos en la abundancia y carecíamos de presupuesto para renovar el vestuario, acepté con una sonrisa el deber imperioso de adelgazar jugando al fútbol hasta que me sirviesen otra vez las camisas. Había crecido y tenía las espaldas más anchas. Pienso ahora que si aquella enfermedad había mejorado tanto mi aspecto físico, en el peor de los casos la muerte sólo habría sido la primera mujer que me pusiese cachondo. Como era un niño, el riesgo de morir me producía jovialidad y supongo que de haber ocurrido tres años más tarde, la alegórica intuición del óbito me habría causado una erección. ¿No consiste acaso la infancia en la agradable e indolora relatividad de las calamidades? Mi abuela paterna había muerto en casa de mis padres sólo cinco años antes y sin embargo yo tenía de aquel suceso la referencia analgésica y lejana de algo que mis ojos sólo pudiesen evocar por haberlo visto como de oídas en el cósmico caos de la sobremesa y el vago recuerdo del agradable frescor de cocotero que la brisa ácima de la muerte había dejado a comienzos del verano en aquella habitación de cuya atmósfera mortuoria lo que verdaderamente me quedó grabado para siempre fue una mítica mezcla de recogimiento y olor a sopa. No daban para otra cosa mis experiencias, ni mi cerebro. Carente de la trágica solemnidad que produce la perspectiva histórica, mi idea de la muerte era que se trataba de una simple avería atmosférica cuyas consecuencias inmediatas serían que alguien ventilase la alcoba con el aliento de la cena y que la brocha del albañil sustituyese por la mañana con el aroma petroleado de la pintura el rancio olor farmacéutico de la agonía, el metano transustancial y eucarístico en el que según los curas se sublimaba el alma al retirarle la sábana al difunto, airear sus flatulencias y vestirlo de aviador con el retórico paracaídas del sudario. Habrían de pasar muchos años antes de que, con motivo de la muerte de tía Pepita, descubriese que a veces los cadáveres se hinchan con una obstetricia como de caldereta y producen al moverlos una especie de gorjeo, una gárgara de embolias, un sonido gaseoso y palomar que se parece al de los radiadores cuando se los purga, y que uno podría recordarlo mejor si, además de escucharlo, lo hubiese recogido para la posteridad transcribiéndolo sobre el pan de la merienda con las misteriosas y arácnidas salpicaduras de la taquigrafía. Como si en la subacuática confusión del tiempo la memoria fuese un sonar y la muerte, el tambor de un buzo. (A Cristina Longa Arca, por desayunar conmigo).

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