Uno de los grandes mitos modernos es el mito de lo ecológico, de lo renovable, de lo limpio, y en aras de esa mitología, como de tantas otras a lo largo de la Historia, se cometen y se habrán de cometer todo tipo de tropelías. En Galicia, por ejemplo, somos dados a mitificar nuestros recursos naturales para, acto seguido, expoliarlos. El agua fue el gran mito franquista. Los serenos y caudalosos ríos, alimentados por las lluvias sin fin. En aras de esa nueva deidad, Franco levantó murallas en las arterias hídricas, anegó pueblos enteros, se entregó a la fiebre de los saltos y las presas. En la mitología del régimen fascista, y a la sazón en su propaganda, los embalses traían la modernidad, pues, previa entrega de los consabidos corderos sacrificiales en forma de aldeas donde sólo quedaban ya, claro, los viejos y los perros, llegaba a Galicia lo último en energías limpias, la energía de un agua que, además, nosotros poseíamos en abundancia. Después, cuajado el hormigón y concluida la fiesta, aquel maná se fue escapando de nuestras manos, cable a cable, torreta a torreta, hasta llegar a los bolsillos lejanos del conde de turno y dejando tras de sí, como rastro indeleble de la infamia, las mismas aldeas sin luz eléctrica donde siguieron dormitando a oscuras los viejos y los perros. Ese expolio mitológico del agua ocurrió anteayer. Sobre él se construyeron, se reforzaron, se armaron y rearmaron las ideologías más peleonas de quienes entonces eran jóvenes estudiantes indignados y hoy nos gobiernan, y que están a punto, como otrora el Generalísimo, de cortar la cinta inaugural de la siguiente fiesta mitológica: la Fiesta del Viento. Como entonces, también ahora alrededor de los molinos que muy pronto infestarán los últimos rincones de Galicia, las últimas colinas, los últimos horizontes, se han levantado cientos de promesas de inversiones y prosperidad. Como entonces, el cordero sacrificial de los montes incólumes, de los tojales por donde ahora sólo merodea el lobo, de las cumbres holladas apenas por los caballos salvajes, será entregado en aras de unas ventajas difusas, de unos cálculos esquivos, de unos beneficios que, a la postre, nadie sabe dónde irán. Y, finalmente, como también entonces el agua, ahora la explotación del viento se nos presenta ecológica, limpia, moderna. De aquella época nos quedó el cemento que apuñala el Bibei, las paredes de vértigo que sajan el flujo elegante del Sil. De la Fiesta del Viento, mañana, nos quedará la resaca de los gigantes y sus aspas quebrando con su zumbido persistente, tozudo como un dolor de muelas, los últimos silencios de Galicia, los rincones todavía vírgenes por donde sólo camina el soñador y su refracción, el cazador solitario. Cuando sople el viento, rugirá el monte. Tendremos que cerrar los ojos, en las calmas chichas, para sentir lo que fue. Si todo es un retorno, la política lo es más que cualquier otra cosa.