Una calamidad es lo que sufrieron una pareja de mujeres que acudieron al juzgado del magistrado Calamita. ¿Un juego de palabras? Tal vez sí, pero... es tanta la coincidencia. Porque lo que sintió Susana Messeguer fue miedo. Ella misma lo relató ante la sala del juicio: miedo no solo a que el juez denegara la adopción de su hija por su pareja Vanesa de las Heras, sino miedo, sobre todo, a que le quitara la niña, su hija biológica, llevado de su furor inquisitorial contra los homosexuales.

El magistrado Ferrín Calamita obstaculizó durante dos años, por sus convicciones morales, religiosas e ideológicas, la adopción de una menor por la pareja, también mujer, de la madre de la niña, con argumentos tan al margen de la ley como que los hijos de los homosexuales son "cobayas humanas".

Estos días se sienta en el banquillo acusado de prevaricación por no respetar el artículo 176 del Código Civil que establece que no es necesaria ninguna prueba de idoneidad del adoptante cuando el menor es hijo del consorte. Pero Ferrín Calamita no consideraba a esa pareja de lesbianas un matrimonio y durante dos años arrinconó intencionadamente los informes favorables de sicólogos e instituciones para que diera curso a la petición de las dos mujeres. No contento con eso ha dicho que volvería a hacerlo.

Puede que esta oprobiosa actuación le aparte de la carrera. Lo que parece evidente, a la vista de su contumacia, es que sus convicciones ideológicas y religiosas le impiden aplicar las leyes aprobadas por el Parlamento y que constituyen la base del Estado de Derecho, le gusten o no. Porque los ciudadanos no le pagan, como servidor público, para que defienda sus teorías sobre los riesgos de la homosexualidad, si no para que aplique la ley o que se dedique a otra cosa que le permita su conciencia.

La indefensión de las dos mujeres durante dos años frente al poder omnímodo de un juez que, incluso cuestionó la idoneidad de la madre biológica de la niña y la hizo investigar, tuvo su colofón en la vista oral. Las denunciantes tuvieron que contar su historia con Ferrín Calamita sentado en el estrado, no en el banquillo, vestido con su toga, junto a su abogado defensor, con un rosario entre las manos e imbuido, al menos formalmente, del poder del entorno.

La imagen es tan paradójica que surge la pregunta de cómo vería la sociedad que los médicos de la Seguridad Social tuvieran quirófanos especiales para ellos en caso de necesitar una intervención. Y mientras, la imagen de la Justicia cuesta abajo.