La imagen del reverendo Jesse Jackson con su cara cubierta por lágrimas es una de las imágenes más elocuentes de la noche americana en la que un hombre de color llegaba a la Casa Blanca. Estas lágrimas son las propias de un hombre que después de luchar llega a la meta. Son las lágrimas de emoción del atleta que logra el triunfo, del que ve que su sueño se ha cumplido. Y es que en gran medida el sueño americano se ha cumplido. Estado Unidos necesitaba perdonarse a sí misma que los blancos no cedieran asientos a las mujeres negras y demostrar al mundo que es un país en el que, efectivamente, todo es posible.

El carisma y el liderazgo de Obama están fuera de duda. No cabe achacarlo todo a una campaña perfecta ni a un discurso. Es una conjunción de circunstancias que tienen mucho que ver con la incertidumbre, el cansancio y el agotamiento de un proyecto que ya no daba más de sí. Y Obama ha sabido captarlo y ha ofrecido algo etéreo pero reconfortante en tiempos de crisis: esperanza.

Es seguro que después de tanta expectativa, vendrá más de una frustración, pero las lágrimas del reverendo significan el logro de un sueño, indican un antes y un después en la historia de EE UU. Que una familia negra ocupe la Casa Blanca para algunos no será más que una foto, pero es mucho más que una simple imagen por eso las lágrimas del reverendo son elocuentes, están justificadas. Son toda una crónica del punto de inflexión que se ha producido porque, con la elección de Obama, esa gran potencia ha saldado consigo misma una cuenta pendiente.

Sin abandonar el sueño en gran medida ya alcanzado, llega la realidad y si la crisis económica ha sido un buen aliado para que Obama llegue a la Casa Blanca ahora va a convertirse en su peor compañera. Gran parte de sus objetivos: crear escuelas, extender el seguro médico, atender a los desfavorecidos necesitan tanto dinero como inteligencia. Ya ganador Obama se revistió de presidente y vino a pedir sangre, sudor y lágrimas. Y ahí comenzó el cambio, el del propio Obama mucho más consciente que sus seguidores de lo que se le viene encima.

Si la crisis económica va a ser su peor compañera, la amplísima mayoría obtenida le obliga de manera casi ineludible a que el cambio prometido no se dilate en el tiempo. Sin resistencia ni en el Senado ni en la Cámara de Representante difícil disculpa va a haber para que, de inmediato, no cierre Guantánamo o tome medidas respecto a la presencia de sus tropas en Irak. Suele ocurrir que en política es muy fácil ver como las cañas se vuelven lanzas.

De momento Obama, recibido con extraordinaria elegancia por su adversario, puede sentir la legítima satisfacción de haber logrado un sueño y haber provocado esas dignísimas lágrimas del reverendo Jesse Jackson que en la noche de Chicago vio cómo su país daba cerrojazo a un pasado racista.

Solo un apunte final: el ser un hombre de color no va a ser para Obama talismán alguno. Nadie le va a perdonar nada por no ser blanco y ahora, con hechos, tendrá que da cuerpo a lo que de intangible tiene la esperanza.