El viernes fui con un amigo hasta los cementerios de Corme y de Negreira para poner flores frescas en la tumba de los familiares muertos. Los cementerios gallegos han evolucionado mucho en los últimos años y junto a las antiguas tumbas de piedra labrada conviven otras revestidas de granito pulimentado como el que se pone en las cocinas y en los cuartos de baño. Según he podido comprobar, las innovaciones del gusto funerario son constantes y varían de una temporada a otra. Las inscripciones talladas a cincel en la marmolería, con el nombre de los finados, han sido sustituidas por unas letras plateadas en relieve. Y la última moda son unas lápidas que pueden abrirse girando sobre unos goznes del mismo modo que las puertas. Imagino que lo próximo será dotar de calefacción y televisor a los panteones. De todas formas, lo más curioso que pude ver durante estas visitas fue una lápida en la que además del nombre y apellidos del difunto se daba noticia, en letras bien grandes, de su condición de abogado. Eso si, horas de consulta, no precisaba. La jornada fue fría y muy lluviosa, pero al día siguiente, sábado, estos mismos expedicionarios, y algunos más, nos fuimos muy de mañana camino de Monterroso, una de las grandes citas feriales del otoño. No paró de jarrear durante todo el viaje y cuando ya nos acercábamos al lugar de destino el parabrisas despejaba unos conatos de aguanieve. Creí que el mal tiempo y la crisis económica iban a dejar a la mayor parte de gente metida en casa, pero no fue así. Los tenderetes se mantenían firmes en sus puestos, como un ejército acampado bajo el temporal y la procesión de los visitantes iba de un lado a otro, paraguas en ristre, buscando el objeto de sus deseos . Los que iban conmigo, gente experta, le echaron el ojo enseguida a unas piezas de panceta, unos chorizos, unos quesos y unos chicharrones, de aspecto inmejorable. Y previa una prueba satisfactoria los echaron al zurrón. El trajín humano de las ferias produce efectos contagiosos y hay que tener cuidado porque la euforia compradora se extiende insensatamente y uno acaba por comprar lo que no pensaba. Uno de los que iba en la expedición que, para más señas, vive solo, se llevó para casa un jamón de siete kilos, y dos horas después del arrebato aún se estaba preguntando como le daría fin al pernil. Este año no fue como los precedentes, que lució un tiempo espléndido, y tanto los feriantes, como el ganado vivo y hasta los embutidos, estuvimos algo melancólicos y encogidos. Antes del mediodía nos retiramos prudentemente hacia Lugo para disfrutar brevemente de las delicias del tapeo y meter algo caliente entre pecho y espalda. Deberíamos haber hecho allí parada y fonda (¿dónde mejor?), pero a un culo inquieto se le ocurrió el disparate de ir a comer a una casa rural de inconcreta ubicación y nos fuimos. Dimos no pocas vueltas para encontrarla y, cuando ya desesperábamos de hacerlo, apareció ante nuestros ojos un hermoso conjunto de casas de piedra, con un jardín bien cuidado alrededor. En el campo lucense hay muchas de estas, muy bien restauradas, y da gusto poder ver algo construido de lo que sentirse orgulloso.