Varios de los peatones a los que las teles pusieron estos días el micro en la boca para que declarasen sobre la pertinencia de que la reina española opine en público han argüido que está en su derecho de hacerlo, puesto que se trata de "una ciudadana como otra cualquiera". Singular y costosísimo argumento que sin duda permitiría a cualquier español exigir al Gobierno el cobro de una asignación anual como la que la Casa Real percibe con cargo a los Presupuestos Generales del Estado.

Mucho es de temer, sin embargo, que tan razonable petición no fuese atendida. En primer lugar, porque no habría suficiente dinero para todos; y en segundo -pero no menos importante- porque lo propio de la institución monárquica es el privilegio o ley particular sólo aplicable a sus miembros. Aun cuando se trate de monarquías parlamentarias, tal que la española, sigue rigiendo el viejo principio de la granja de Orwell según el cual todos somos iguales, pero unos más iguales que otros.

Bien es verdad que esa extravagante idea de que los monarcas son ciudadanos como cualesquiera otros del común ha sido alentada desde la propia Corte.

Dado que la actual monarquía española es el resultado de un pacto entre franquistas y antifranquistas con el loable propósito de evitar una nueva guerra civil, se consideró oportuno dar a la institución una imagen de sencillez y hasta de campechanía que facilitase su aceptación por el pueblo. La estrategia tuvo un notable éxito, según revelan las encuestas sobre popularidad del monarca y la consideración de gente corriente que las lectoras del ¡Hola! -y no sólo ellas- atribuyen a los principales miembros de la familia real.

Confundiendo tal vez las nalgas con las témporas, algunos entusiastas han llegado a ver en esos rasgos de llaneza que -por ejemplo- llevan a la reina a opinar en público sobre lo divino y lo humano un síntoma de la modernidad española frente a los rancios usos de otras monarquías europeas. Quizá no hayan caído en la cuenta de que se trata de una contradicción entre los términos. O es moderna o es monarquía.

Los británicos, que alguna mayor experiencia tienen al respecto, cultivan más bien la técnica de la distancia establecida por la tradición. Cierto es que Isabel II no llegó a los extremos de su colega japonés, el emperador Hirohito, cuya silente voz se había hurtado a sus súbditos hasta que leyó el parte de rendición frente a los aliados en la II Guerra Mundial. Pero en lo tocante al boato propio de la monarquía, la reina inglesa no ha hecho la menor concesión a la modernidad. Sigue abriendo las sesiones del Parlamento vestida como una carta de la baraja: con su corona, su cetro y su larga capa de armiño y es fama que no perdona el obligado gesto de reverencia a sus primeros ministros: ya sean conservadores o izquierdistas.

Alguna noticia de estos usos monárquicos tradicionales tenemos ya los gallegos tras la dinastía instaurada aquí durante quince años por Don Manuel. Anglófilo confeso desde antes de ejercer como embajador en Londres, Fraga entendió perfectamente que el poder exige un cierto grado de pompa y circunstancia. De ahí que se aplicase con tenacidad a la reinvención del antiguo Reino de Galicia coronándose cada cuatro años en una ceremonia amenizada por miles de gaiteros que incluía una especie de paseo real por las calles de Compostela para recibir las aclamaciones del pueblo.

No es el caso de los reyes de España que, lejos de inspirarse en las viejas costumbres británicas, en la impenetrabilidad de la realeza del Japón o en el más módico y reciente ejemplo del reino galaico de Don Manuel I, han optado por la fórmula de lo que podría llamarse monarquía de proximidad. Parece lógico que, de tanto acercarse a la gente, hayan acabado por expresar sus opiniones en público como si fuesen meros ciudadanos del común en lugar de altos empleados del Estado. Y ahora pasa lo que pasa.