Apenas cuatro meses después de las elecciones, la paga de 400 euros con la que el Gobierno sobornó a los votantes acaba de poner en números rojos las cuentas del Reino de España. Pero no importa. Si París bien vale una misa, también la conquista de La Moncloa justifica un déficit presupuestario.

Sumada a otras ocurrencias como la subvención de los pisos en alquiler, la broma de la paga extra electoral ha costado unos 8.000 millones de euros: más o menos el doble de la cantidad en la que el propio Gobierno cifra el agujero en sus balances de ingresos y gastos.

Naturalmente, el viceministro de Hacienda al que encargaron de vestir el santo no ha tardado en atribuir el desfase a la "desaceleración" de la economía y a los altos costes del petróleo. Por el mismo precio podría haberle echado también la culpa a la política imperialista de los Estados Unidos, pero Carlos Ocaña -que así se llama el mentado alto cargo- tuvo humildad bastante para admitir que la paga electoral de 400 euros nos ha costado a todos un riñón. A cambio, eso sí, la extra sufragada por los contribuyentes pobres a los ricos ayudará a "reactivar" el consumo y por tanto la buena marcha de la economía. O al menos, tal es su opinión.

Infelizmente, no es eso lo que dicen los números que día sí y día también nos propinan los organismos gubernamentales autorizados para echar las cuentas de la crisis (o lo que sea). El paro no para de crecer, los precios se suben a la parra y como lógico resultado de esas dos desdichadas circunstancias, la gente gasta menos. Lejos de "reactivarse", el consumo ha caído más de un diez por ciento con la subsiguiente merma en la recaudación del IVA, detalle que acaso haya contribuido a que España vuelva a lucir números rojos tras varios años de bonanza y superávit.

Por fortuna, los gobiernos propenden en general al optimismo, actitud -o talante- que siempre es de agradecer en la medida que conforta a la angustiada población del reino. Famosa fue en su día, por ejemplo, la frase: "España va bien" del anterior presidente de derechas José María Aznar que ahora utiliza su sucesor, el autoproclamado izquierdista José Luis Rodríguez Zapatero para asegurar que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Se conoce que el mirador de La Moncloa ofrece invariablemente espléndidas panorámicas del estado del país, ya sea progresista o conservador el inquilino del palacio presidencial.

Si acaso, se trataría de una mera cuestión de matices. Zapatero admite con la boca pequeña que la economía española atraviesa algunas "dificultades", pero nada que no se pueda solucionar con el diálogo y el buen rollo entre las partes. La verdad es que poco más puede decir.

Limitados por la doble cesión de competencias a las autonomías y a la UE, los poderes de cualquier presidente del Gobierno español son más bien residuales, según acaba de hacerle notar a Zapatero su colega -que no subordinado- de la Generalitat de Cataluña José Montilla.

Puede el Consejo de Ministros tomar decisiones sobre los matrimonios entre homosexuales, las restricciones al consumo de tabaco y vino, la alianza mundial de civilizaciones y demás asuntos igualmente decisivos para el bienestar del país. De los precios, el paro, las hipotecas y otras minucias tales que la supervivencia de la pesca o el cada día más incierto porvenir de la ganadería y la agricultura ya se ocupan el Banco Central Europeo y las autoridades continentales que nos gobiernan desde Bruselas.

Siempre les queda a los gobernantes españoles, por supuesto, la posibilidad de ofrecer pagas de 400 euros a sus votantes y -llegado el caso- la promesa de una ronda de vino gratis para todos a cambio de la papeleta. Lo malo es que, antes o después, los sobornos hay que pagarlos. Y ya no queda dinero en la hucha del Estado.

anxel@arrakis.es