Hubo un tiempo en que Cataluña -y más concretamente Barcelona- era la vanguardia de España en casi todas las cosas: desde una resistencia inteligente y democrática al franquismo hasta la literatura, la pintura y la estética; desde el desarrollo económico a la modernidad y la apertura hacia Europa. En aquella Cataluña todo el mundo jugaba un rol complementario: el partido de Pujol, el PSOE, el PSUC, el abad de Montserrat, la Asamblea de Cataluña y, sobre todo, una sociedad civil que arrimaba el hombro, era solidaria con España y causaba admiración en cualquier rincón de nuestro país.

La filtración del nacionalismo por muchas suturas sociales ha invertido los términos. Barcelona está siendo sobrepasada por Madrid en casi todos los parámetros económicos, sociales y culturales. Hay un lento desplazamiento del eje de la modernidad hacia el sur, hacia el País Valenciano. Aragón recela de sus vecinos y la obsesión identitaria como un camino sin final empieza a aburrir en toda España. Los catalanes están conducidos por una clase dirigente mucho más obsesionada en descubrir quienes son, sobre todo para tratar de ser en todo diferentes como una obsesión, que en deteminar a donde van.

Ahora el Congreso del PSC ha terminado poner la guinda al pastel: un congreso destinado a definir por enésima vez a Cataluña -¿a estas alturas acaban de descubrir lo que son?- y a pedir que esta tenga una voz propia en Europa mediante una transformación federal del estado. ¿Pero no acaban de aprobar un estatuto que ni siquiera han terminado de desarrollar, gobernando con el partido que más feroz campaña hizo contra él?

Es cierto que José Montilla ha prometido crearle problemas a Zapatero como la culminación de una definición nacionalista que exige, precisamente, el conflicto como dialéctica permanente con el estado. Todo se va aclarando rápidamente hacia el establecimiento del PSC como un partido cuya primera definición es el patriotismo. Competencia directa a CIU y contagio o contaminación de ERC.

Todo esto resulta necesariamente agotador y complica extraordinariamente que estos catalanes puedan encontrar compresión y apoyo fuera de Cataluña. Quienes defienden desde la izquierda una España fuerte y plural, una solidaridad entre todas las lenguas de nuestro patrimonio cultural y veían en Cataluña un punta de lanza de las libertades y de la cultura, empiezan a estar desolados por la falta de argumentos ante los embates constantes e irrenunciables de la derecha española más dura. Ahora José Montilla, cordobés de nacimiento, se ha sumergido en el profundo anhelo de desarrollar su catalanismo; una tarea para siempre, sin final posible. Que sea lo que ellos quieran.