A estas alturas, después de expuesta la mayor parte de los argumentos que manejan quienes protagonizan la polémica lingüística, parece cada vez más claro que están en lo que algunos llaman empate técnico y que en síntesis consiste en que todos tienen razón y todos se equivocan. Y eso ocurre porque el debate no es aritmético, no se puede medir cuánto hay de razón en cada lado ni emitir una sentencia irrecusable y quizá por eso está condenado a mantenerse hasta que una autoridad democrática decide

(Hay algo aún peor: como el fondo de la cuestión es medible sólo en términos relativos, y por tanto admite todo tipo de opiniones, ni siquiera la decisión de un gobierno legítimo pone fin a la controversia. Quienes defienden su derecho a utilizar una lengua cooficial discuten la legalidad de priorizar el uso de la otra , y mucho más la exclusividad, y esa actitud les lleva a cuestionar la competencia del poder ejecutivo no ya para aplicar la Ley, sino la del legislativo para elaborarla. Y por eso apareen los líos que aparecen.)

En este punto, y tal como están las cosas, parece evidente que tienen razón los que proclaman la ilegalidad de cualquier norma que verbigratia en el sector comercial privado pretenda imponer el uso de una lengua bien a los clientes del negocio, lo que además resultaría económicamente absurdo. sino también a los empleados. Y, a la vez, es difícil de discutir la lógica que asiste a quienes, en el nacionalismo, reiteran que el fomento del idioma propio es clave para hacer patria y por lo tanto, irrenunciable.

Existe, no obstante y siempre que se hable de lo privado -porque en lo público el uso bilingüe es un derecho recogido con plena contundencia en la Constitución- un término medio en el que, si no la virtud, al menos está cierto sosiego: la posibilidad de que el poder público subvencione, como mérito, a quienes en Galicia opten por el gallego para rótulos o para uso comercial. No hay la obligación de la exclusiva, stricto sensu, y por tanto se cumple la ley, pero a la vez aparece estímulo voluntario, y eso no puede prohibirse.

Algunos observadores, sobre todo los más estrictos, replicarían probablemente que el argumento que precede es de los que se cogen con papel de fumar y que riza demasiado el rizo porque en la práctica dar dinero a unos y a otros no es discriminar y discriminar -en negativo- es inadmisible Pero, a la vez, parece necesaria cierta flexibilidad en los conceptos si lo que se pretende es habilitar vías de solución, que en este embrollo son en verdad muy difíciles de hallar y muy especialmente de aceptar.

Y una reflexión mas, todavía: recuperada la democracia y con las cosas volviendo a su lugar, no parece que éste de la lengua sea asunto de concordia imposible. A no ser que alguien quiera volverlo así, pero entonces sería por otros motivos diferentes al cultural.

¿O no...?