Los contables del Gobierno acaban de publicar unas "balanzas fiscales" por las que se demuestra paladinamente que los reinos autónomos más prósperos -Madrid, Cataluña, Baleares y otros- contribuyen al Tesoro Público en mayor medida que los territorios menos florecientes como, un suponer, Galicia. Si siguen así, acabarán por descubrir la pólvora.

Para deducir que los gallegos o los extremeños ganamos y tributamos menos que los catalanes o los vascos no hacía falta pesar en balanza alguna sus rentas y sus capacidades productivas; pero tampoco se trata de eso. La idea, algo perversa, consiste más bien en demostrar que las autonomías de gruesa renta per capita pagan al Estado más de lo que reciben. Y de ahí a reclamar al Gobierno que corrija tan enojosa circunstancia en su próximo modelo de financiación territorial no hay más que un paso. Pobres de los pobres, si finalmente deciden darlo.

Lógicamente, Galicia sale malparada en ese ajuste de cuentas que la sitúa como el tercer reino autónomo que menos impuestos aporta y más socorros recibe del Estado entre los diecisiete de la Península. Sólo Extremadura y Asturias gorronean más que nosotros si hemos de hacer caso a las cifras que Hacienda nos echa en cara.

Siempre podremos alegar, eso sí, que esta contabilidad está tan llena de trampas como cualquier otra. Obsérvese, por ejemplo, que los impuestos pagados por las no pocas empresas gallegas que tienen su sede social -y tributaria- en la capital de España van a parar al saldo positivo de Madrid (Distrito Federal). Tampoco figuran en partida alguna los bien visibles daños al medio ambiente producidos por los embalses y la molinería de viento que crece como un bosque de aspas en los montes de Galicia, aunque sus beneficios computen -muy a menudo- en la balanza de la Comunidad madrileña. Son sólo un par de ejemplos entre otros muchos cuya enumeración excedería el breve alcance de una crónica.

Lo único evidente -más allá de lo que digan los números- es que la supuesta generosidad del Estado no le cunde gran cosa a Galicia. Si tantas propinas recibimos, no se entiende muy bien la razón por la que este fue el último territorio de España al que llegaron las autovías, posición de cola que repetirá ahora cuando llegue -si es que llega- el ya legendario tren de alta velocidad. Se conoce que los gallegos gastan en vino, tabaco y Dios sabe que otros vicios las cuantiosas sumas que el Estado, de suyo munificente, envía a este esquinado rincón de la Península.

Ya puestos a echar cuentas, los contables del Gobierno bien podrían hacer un cálculo a más amplia escala continental, asumiendo que el mundo no se acaba en los Pirineos.

Si su modestia se lo permitiese, no tardarían en deducir que el espectacular despegue económico de España durante los últimos veinte años coincidió -no por casualidad- con el ingreso en la Comunidad Europea y los cientos de miles de millones que llegaron desde Alemania, vía Bruselas, para levantarle la paletilla del PIB a este reino ibérico.

España militaba entonces en el pelotón de los países pobres de Europa, circunstancia que los opulentos aprovecharon para calificar con el desdeñoso apelativo de "Club Mediterranée" a las naciones receptoras de fondos. Algunos llevarían su soberbia al extremo de crear el acrónimo "PIGS" (cerdos, en inglés) con las iniciales de Portugal, Italia, Grecia y Spain, tal que si las de estos países fuesen economías porcinas, además de menesterosas.

Anécdotas aparte, la solidaridad de los europeos acaudalados con los menos pudientes fue la llave que abrió las puertas de la prosperidad a una España que por sí sola difícilmente hubiera alcanzado su actual nivel de vida. Bueno es hacer memoria de aquello, ahora que el Gobierno se empeña en pintar un mapa de reinos ricos y pobres con no se sabe muy bien qué propósito. Aunque se sospecha.

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