Si un ciudadano se niega a pagar -o defrauda- un impuesto al que está obligado por ley, en el límite de su discrepancia con Hacienda, es seguro que acaba en los tribunales y si mantiene su contumacia, podría terminar en prisión. En el orden de la política la cosa no funciona exactamente así. Aquí la cosa va por otros registro: el de un extraño juego con reglas no escritas en las que, por ejemplo, los nacionalistas vascos, pueden decir e incluso hacer lo que les apetezca sin que ello apareje mayores consecuencias.

Si hablamos del cupo vasco -el insolidario concierto consagrado por la Constitución que permite que una de las regiones más ricas de España apenas aporte un euro a las arcas del común-, entonces, la Carta Magna es intocable. Faltaría más. Ahora bien, cuando se trata de cumplir otras normas que emanan de la misma Constitución: caso, por ejemplo, de aquella que establece que la convocatoria de referendos es competencia exclusiva del Gobierno de España, entonces, ni caso.

Desde la Transición hasta nuestros días hemos visto que todos los partidos democráticos -UCD, PSOE, PCE, AP, primero PP, después-, todos, han renunciado a algo de su ideología en aras de una aproximación a las demás fuerzas políticas que permitiera engranar una mejor convivencia. Todos, menos los dirigentes del PNV, un partido que con menos de 30.000 afiliados y poco más de 300.000 votos, nunca se ha distinguido por su lealtad al Estado democrático. En ese registro, el referéndum-consulta "soberanista" que plantea el lehendakari Juan José Ibarretxe resulta paradigmático. Siendo a todas luces ilegal el plebiscito al que convoca en octubre a los vascos, resulta que sigue dando ruedas de prensa. En Francia o en el Reino Unido, éste caballero ya estaría designando abogado.