Vengo de participar en un curso de verano en una universidad levantina. Al llegar, siempre me pregunto -y nunca aprendo- si el viaje y el tiempo invertido merecen la pena: dieciséis alumnos, presumiblemente cazados a lazo, escuchan con paciencia y grados diversos de interés lo que les cuentas. Uno o dos muestran mayor atención: sus créditos dependen de ello. El apasionamiento de los demás por el contenido de la charleta es variable: entre nada y menos que nada. Confirmas tus sospechas en este sentido cuando llega el turno de preguntas: a nadie le suscita la más mínima curiosidad nada de lo que has tratado de explicar, lo más brillante de tu repertorio.

Entonces, recuerdas la última vez que acudiste a la feria del Libro a firmar ejemplares de tu más reciente trabajo: ves, desde la caseta, cómo los amigos y conocidos dan un rodeo para no tener que acercarse, mientras que, en el stand de al lado, la autora de un volumen sobre recetas culinarias eróticas se hincha a firmar ejemplares. Tú, si acaso, un par de ellos a familiares que acuden casi por compasión. O sea, lo mismo que cuando contemplas los bancos vacíos en el aula del curso veraniego.

Perdón por la confesión, pero hay que reconocer que siente uno cierta congoja al comprobar que polvo somos y en polvo hemos de convertirnos. Una cura de humildad: interesas -¿interesas?- a dieciséis, y sospechas que entre ellos estaba algún profesor camuflado, que ha ido allá para hacer bulto. Pero también te embarga el consuelo del tonto: los demás conferenciantes no han conseguido reunir a mucho más personal. Un eminente catedrático me cuenta que la semana pasada hubo de pronunciar su perorata ante una congregación masiva de nueve chavales/as. Un colega muy conocido, y hasta televisivo, admite, tras ser hábilmente interrogado, que su récord está en una audiencia de cuatro, aunque añade que su intervención tuvo lugar a la hora de la siesta.

Siempre me he preguntado si estos cursos veraniegos que pueblan los recintos universitarios, y no solamente universitarios, de toda España sirven para algo más que para el culto del ego del docente -no mucho culto, porque a nadie le gusta que no le hagan puñetero caso- y para el divertimento del discente: me dicen que en estos fastos se liga bastante (los alumnos/as, claro). Por lo demás, en todos los años que llevo acudiendo a la llamada-canto de sirena de los cursos de verano no he conocido que en ellos se anunciara avance científico o cultural alguno, ni que de ellos saliera comunicación, libro o folleto de valía.

Como cada año, éste también me he prometido no volver a caer en la tentación. Que vayan a los cursos de verano los que se van profesionalizando en estos menesteres. O los que pretenden una aventurilla veraniega. Pero sé que reincidiré: la carne es flaca y uno nunca sabe qué pasiones exóticas puede encontrar tras una charla en un aula agobiante de una facultad levantina sin aire acondicionado. Y, además, siempre existe la posibilidad de que te hagan una reseña, breve, demasiado breve, en el periódico local.